El templo estaba lejos, pero eso no implicaba ningún
impedimento. Con el paso del tiempo, Atenea había aprendido que adorar a sus
dioses implicaba sacrificios y sufrimiento, y tener que caminar largos minutos
hacia el monumento era el menor de todos ellos.
Por fin llegó hasta él. Procurando no tropezar en la cuesta
que lo levantaba de los mortales – el último tramo de aquel pesado camino –
alcanzó el pie del templo y se sentó a su lado, acariciando la piedra como si
de un viejo amigo se tratara. Quizá no debería estar haciendo aquello, quizá la
religión dictaba que era una ofensa... ¿pero qué importaba ya?
Nadie creía ya en los dioses. Nadie creía en la soberanía de
Zeus, los marineros ya no temían a Poseidón cuando el mar se embravecía, las
mujeres no se confiaban a Artemisa cuando traían al mundo a los frutos de su
vientre, ya no se celebraba la llegada de Deméter en la primavera.
Estaba sola.
Ella siempre había creído en ellos, en cada uno de ellos.
Durante toda su vida los estudió y les dedicó su devoción. Durante toda su vida
acudió a los sacrificios que se celebraban; realizaba las ofrendas necesarias
sin saltarse jamás ninguna; oraba a los dioses cada vez que algo disturbaba su
calma, o incluso a veces sólo buscaba contactar con ellos; participaba en la
medida de sus posibilidades en todas las fiestas y se las ingeniaba para
siempre acudir a ver las obras teatrales dedicadas a Dionisio.
Había dedicado su vida, su espíritu, a ellos porque creía de
verdad, de veras pensaba que sus amados dioses residían en el Olimpo,
observando todos sus pasos y pendientes de lo que sucediera en la Tierra. Nunca
lo había dudado, incluso viendo cómo la más antigua creencia griega se iba
derrumbando, incluso presenciando cómo cada vez menos gente realizaba ofrendas,
cómo las conversaciones sobre las deidades escaseaban cada día más, cómo, poco a
poco, ella se iba convirtiendo en la última creyente.
Desde que el último resquicio de su religión se esfumó para
siempre en el viento del olvido, habían pasado muchos años. Ante la presión, Aretha
se había obligado a esconder sus verdaderas creencias, orando escondida entre
las sombras, llorando lágrimas amargas cada vez que sentía la mirada reprobatoria
de sus dioses. No podía recordar cuantas veces había soñado despierta, en
cuantos momentos había deseado que todo volviera a ser como antes, que todos
creyeran como ella, que todos la comprendieran.
Recostada contra la columna del templo, sintiendo cómo el
frío de la piedra alcanzaba su piel, supo que le daba igual. Le daba igual
estar sola, le daba igual ver cómo todos a su al rededor ignoraban a sus
dioses, el hecho de tener que profesar su relación a escondidas ya no le
afectaba.
Ella era la última creyente, eso era mucho más importante y
grande que todos los demás.
En el horizonte, el Sol comenzó a esconderse, iluminando el
ocaso el grandioso monumento, bañando su cuerpo en su luz. Cerró los ojos,
sonriendo, una pequeña lágrima resbaló por su mejilla.
Es muy bonito, Irene, aunque un poco deprimente. Claro que, también es verdad, es lo que ha pasado...
ResponderEliminarUn beso :)
El título lo dice casi todo.
ResponderEliminarUn relato que rinde culto a los dioses griegos creo. Me ha recordado cuando estudiaba cultura clásica en el instituto.
Saludos Irene.
Sí, bueno, escoger título nunca ha sido fácil.
EliminarBueno, no rendía culto a nada específico. Me encantaba cultura clásica :)
Saludos ^^
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