jueves, 30 de enero de 2014

Escondidas

Caminan juntas, cogidas de la mano. No se molestan en fijarse dónde ponen los pies, pero no pasa nada. Conocen cada raíz, cada piedra yaciente en medio del camino; conocen cada rincón de ese bosque, cuyos altos árboles y abundante musgo las bañan en una dulce luz verde. Al fin y al cabo, cualquier persona debe tener claro cómo es su casa, ¿o no?
Sin embargo, cada vez recuerdan menos cómo es el pueblo cercano: las imágenes de las casas, de las calles y de las esquinas cada día se vuelven más borrosas e inexactas; son incapaces de evocar el olor del pan recién hecho o de la arena del parque; comienzan a dudar sobre cosas tan cotidianas como el color de los ojos del pastor o la forma de la fuente de la plaza. Parece mentira que hubieran pasado su infancia y su adolescencia en ese lugar.
Fue una época bonita, una buena época. Mientras fueron niñas vivían despreocupadas. Había que trabajar, claro que sí, las familias de Helie y Gisele no iban a mantenerse sin su ayuda, pero ellas eran afortunadas y sus padres no necesitaban tantas manos como las de otros niños.
Se conocieron cuando ambas tenían cinco años y se hicieron amigas de inmediato. Compartían sus  juguetes y juegos, sus aventuras y sus historias; hacían excursiones al bosque y jugaban a buscar las hadas y los espíritus que en él habitaban o se quedaban en el pueblo y corrían por sus calles imaginando ser valientes princesas con cientos de misiones que llevar a cabo.
Fueron creciendo y se hicieron muy conocidas: todos habían hablado con ellas más de una vez y nunca se las veía separadas, en las anécdotas de todos aparecían ellas dos juntas, como si ambas fueran una sola persona.
Pero aparte de por esto, también eran conocidas por su belleza.
Antes de darse cuenta, las dos chicas ya se habían convertido en dos jóvenes que llamaban la atención de todos los pueblerinos de su edad. Sin embargo, no les era fácil acercarse a ninguna de ellas. Ambas eran tan vitales, aparentaban tanta fortaleza y mantenían una camaradería tal, que acercarse a alguna y separarla de la otra se antojaba una especie de sacrilegio, una enorme osadía.
Pero que fuera una osadía no fue impedimento para Edmund y, cierto día, se decidió a conquistar a Helie.
Y lo consiguió.
Helie jamás se había sentido así. Al lado de Edmund los días eran horas y las horas minutos. Todo era alegre, de un modo diferente a como era con Gisele, y el tiempo pasaba volando a su lado. Sin embargo, debía reconocer que a menudo echaba de menos a su amiga; sin ella, era como si le faltara algo y el mundo perdiera parte del color que tenía.
Por su parte, aunque no lo reconocía, Gisele no estaba a gusto con la relación de la muchacha. No sabía por qué, ya que Helie no la trataba peor de como la trataba siempre; pero verla besarse con Edmund , cogerle de la mano o incluso hablar con él le causaba un dolor enorme que no sabía describir.
Pasaron meses así, y durante todo ese tiempo Gisele no paró pensar en la cuestión. Se planteó cientos de causas posibles para la tristeza terrible que le invadía cuando veía a su amiga y su pareja juntos: quizá era demasiado posesiva, pero verla con otras personas que no fueran Edmund no le afectaba en nada; quizá tuviera celos de la muchacha, pero él no le atraía en absoluto; quizá le molestaba que Helie tuviera novio y ella no, pero se dio cuenta de que no deseaba ningún hombre a su lado… ningún hombre.
Pero a Helie sí.
Comprendió que quería a su amiga no como a una amistad, sino de la manera en que describían el amor los cantares e historias que constantemente escuchaba en el pueblo; que no sentía celos de ella, sino por ella.
Comprendió que amaba a su amiga.
Darse cuenta de ello, en cierto modo, no fue un alivio, sino un problema más. Las mujeres debían enamorarse de los hombres y viceversa, pero que dos personas del mismo sexo se enamoraran era completamente antinatural  y pecaminoso, sencillamente era imposible que eso sucediera. Pero si era imposible, ¿por qué le estaba sucediendo a ella?
No sabía por qué, pero estaba claro que no se equivocaba con respecto a sus sentimientos, así que no pensaba renunciar a ellos. Nunca había sido una chica que antepusiera el sentido común al corazón, y en ese momento su corazón le pedía más que nunca que no lo ignorara.
Decidió confesárselo a su amiga. La comprensión y la amistad incondicional que las había unido durante tantos años provocaban que a la muchacha se le antojara imposible que Helie fuera romper su relación al saber la noticia. Lo único que temía era el dolor que un rechazo le provocaría, pero sabía que el arrepentimiento que sufriría de no decírselo nunca sería muy superior.
Sin embargo, dar ese paso no era tan fácil como ella pensaba y aún tuvieron que pasar un par de meses para que llevara a la práctica su plan. Para entonces, la relación de Helie y Edmund se había ido resquebrajando y ambos habían decidido terminar el noviazgo.
Sucedió un par de semanas después de la ruptura. Las dos habían pasado prácticamente todo el día juntas y al atardecer se sentaron a la orilla del río que separaba el bosque de la aldea.
Gisele observó a Helie: La luz del crepúsculo iluminaba su pelo, cuyos largos mechones se acomodaban desordenados sobre sus hombros; el agua rodeaba sus tobillos sumergidos en el río; sus ojos azules adquirían un hermoso color imposible de clasificar cuando los rayos del sol se reflejaban en ellos. Jamás la había visto tan hermosa.
Ni siquiera lo pensó. En un segundo, sus labios se posaron sobre los Helie sin ninguna intención de separarse de ellos, con la idea de que, ajenos a su contacto, quedarían sometidos a una dolorosa y peligrosa intemperie.
Pero los de su amiga no parecían sentir lo mismo y la muchacha se separó de ella tan pronto como fue capaz de reaccionar. La miró a los ojos con una expresión aterrorizada y con el impulso de salir corriendo sin mirar atrás; pero el inmenso cariño que sentía por ella le obligó a quedarse allí, aunque unos centímetros más lejos de ella.
Gisele aprovechó y por fin le confesó sus sentimientos; cómo los había descubierto; las dudas que le habían causado y le causaban y su decisión de, a pesar de ellas, no renunciar a estos.
Cuando finalizó su discurso, las estrellas ya brillaban en el cielo oscuro. Helie no sabía qué decir: el discurso de su amiga le había impresionado y estaba conmovida; sin embargo, estaba convencida de que no sentía lo mismo, aunque los latidos de su corazón se habían acelerado conforme la joven había ido avanzado en su confesión, pero eso no significaba nada, ¿no?
Así se lo dijo a Gisele, y a ella le dolió en el alma escucharlo. Pero lo único que podía hacer era aceptarlo y ambas volvieron a sus casas con la promesa de no dejar que nada de aquello mermara en modo alguno su amistad.
Los días iban pasando, y las chicas cumplían su promesa: Gisele no volvió a sacar el tema y Helie no la trató de forma diferente a como siempre lo había hecho.
Pero estaba confundida, desde el crepúsculo en que su amiga le había dicho lo que sentía, ella había empezado a darse cuenta de cosas que antes no había notado: comenzó a darse cuenta de que hacía tiempo que ella le llamaba más la atención que cualquier otra amiga o cualquier chico; de que su pulso se volvía loco cuando la tenía cerca; de que sus sentimientos por la chica se parecían mucho a los que había tenido por Edmund, incluso eran más intensos; de que le había gustado aquel beso al borde del río. Entendió que todo eso no era propio de una amistad; que se había equivocado al decir que no correspondía al amor de su amiga; que la firme –y ahora veía que equivocada-  idea de que las mujeres no podían enamorarse entre ellas le había cegado durante mucho tiempo.
No tardó en hacérselo saber a Gisele, le bastó el siguiente momento que tuvieron a solas para volver a besarla y explicarle todo aquello. Aquel día se abrazaron más fuerte que nunca puesto que, aunque a pesar de todo lo que estaba pasando entre ellas aún les parecía una especie de locura, sabían que era cierto y que, por supuesto, no estaban solas.
Comenzaron su relación en el más riguroso secreto, si alguien llegara a enterarse de lo que tenían, su castigo podría alcanzar la muerte. Los rincones a oscuras y los más infalibles escondites eran los únicos que podían ser testigos de sus muestras de amor; testigos mudos que jamás revelarían su secreto. Pero un día, a esos testigos mudos se les unió uno más. Y este último hablaba mucho, y muy alto.
A la mujer del carnicero le faltó tiempo para gritarle escandalizada a cualquiera que quisiera escucharla que había visto a las muchachas besarse en un recoveco sombrío del muro del cementerio. En menos de una hora, medio pueblo estaba enterado de la noticia y no tardaron en ir, antorchas y rastrillos en mano, a buscar y detener para su juicio divino a las dos impuras.
Las jóvenes, que no sabían nada, salían del cementerio cuando percibieron la luz de las llamas y las voces de los pueblerinos reclamando poco menos que su cabeza. Escucharon a la carnicera describiendo a gritos los detalles de la escena que había visto; Helie oyó a Edmund pidiendo perdón a Dios por haber estado con una hija del demonio; Gisele pudo notar entre la algarabía la voz de su madre maldiciendo a su vientre por haber acogido a tal engendro.
Comprendieron que, si les daban la oportunidad de detenerlas y enjuiciarlas, jamás las condenarían a otra cosa que no fuera la muerte. Lo único que podían hacer era huir, huir lejos, a donde nadie se atreviera a seguirlas.
Corrieron hacia el oscuro bosque que limitaba con el pueblo y se perdieron en él. Ese lugar era muy temido por todos los habitantes y los hombres más valientes nunca habían llegado a acercarse al lugar donde los árboles comenzaban a juntarse. Las amigas habían escuchado miles de historias terroríficas ambientadas entre esas raíces, pero en aquel momento les daban igual fantasmas, brujas y demonios. Los únicos a los que temían entonces eran sus vecinos.
Cuando el bosque se volvió tan espeso que ya no podían avanzar por él buscaron un pequeño claro en el que poder descansar. No durmieron en toda la noche, presas de un miedo que ahora tenía como objeto cualquier ente sobrenatural que pudiera atacarlas en cuanto cerraran los ojos pero al alba, cuando las primeras luces del día disiparon esos temores, se abrazaron y lloraron por la vida que sabían perdida hasta que se quedaron dormidas.
Despertaron entrada la noche y, dado que nada había intentado atacarlas la noche anterior, optaron por recorrer el bosque en busca de alimentos. Pasaron toda la madrugada y la mitad del día buscando alimentos y agua y, para cuando el sol estaba en lo más alto, habían descubierto frutos, pequeños e inofensivos animales que podían cazar fácilmente y repararon con alivio en que el río cruzaba el bosque en un punto no muy lejano. Decidieron vivir allí, apartadas de la civilización que quería hacerlas daño y de la que querría hacérselo de conocer su secreto. Solas ellas dos, pero juntas como siempre habían estado, con eso les era más que suficiente.
Han pasado casi dos años desde que tomaron esa decisión y no se habían arrepentido de ella en ningún momento. Son felices y viven cómodas en el que ya es su hogar: conocen lo que pueden comer y lo que no; las plantas que pueden curar sus dolencias y no temen a los animales más grandes, pues han aprendido sin mucha dificultad que ellos no les harán daño mientras ellas no les dañen.
Viven sin preocupaciones y como ellas quieren, por fin pueden expresarse su amor libremente sin tener que esconderse de nada y sin que nadie las juzgue, son libres para ser ellas mismas, sin más.
Helie se vuelve a Gisele con una alegre sonrisa en los labios y ella se la devuelve, no hablan, pero no les hace falta, saben que están pensando lo mismo.

Jamás habían estado mejor.