Caminan juntas, cogidas de la mano. No se molestan en
fijarse dónde ponen los pies, pero no pasa nada. Conocen cada raíz, cada piedra
yaciente en medio del camino; conocen cada rincón de ese bosque, cuyos altos
árboles y abundante musgo las bañan en una dulce luz verde. Al fin y al cabo,
cualquier persona debe tener claro cómo es su casa, ¿o no?
Sin embargo, cada vez recuerdan menos cómo es el pueblo
cercano: las imágenes de las casas, de las calles y de las esquinas cada día se
vuelven más borrosas e inexactas; son incapaces de evocar el olor del pan
recién hecho o de la arena del parque; comienzan a dudar sobre cosas tan
cotidianas como el color de los ojos del pastor o la forma de la fuente de la
plaza. Parece mentira que hubieran pasado su infancia y su adolescencia en ese
lugar.
Fue una época bonita, una buena época. Mientras fueron
niñas vivían despreocupadas. Había que trabajar, claro que sí, las familias de
Helie y Gisele no iban a mantenerse sin su ayuda, pero ellas eran afortunadas y
sus padres no necesitaban tantas manos como las de otros niños.
Se conocieron cuando ambas tenían cinco años y se hicieron
amigas de inmediato. Compartían sus
juguetes y juegos, sus aventuras y sus historias; hacían excursiones al
bosque y jugaban a buscar las hadas y los espíritus que en él habitaban o se
quedaban en el pueblo y corrían por sus calles imaginando ser valientes
princesas con cientos de misiones que llevar a cabo.
Fueron creciendo y se hicieron muy conocidas: todos habían
hablado con ellas más de una vez y nunca se las veía separadas, en las
anécdotas de todos aparecían ellas dos juntas, como si ambas fueran una sola
persona.
Pero aparte de por esto, también eran conocidas por su
belleza.
Antes de darse cuenta, las dos chicas ya se habían
convertido en dos jóvenes que llamaban la atención de todos los pueblerinos de
su edad. Sin embargo, no les era fácil acercarse a ninguna de ellas. Ambas eran
tan vitales, aparentaban tanta fortaleza y mantenían una camaradería tal, que acercarse
a alguna y separarla de la otra se antojaba una especie de sacrilegio, una
enorme osadía.
Pero que fuera una osadía no fue impedimento para Edmund y,
cierto día, se decidió a conquistar a Helie.
Y lo consiguió.
Helie jamás se había sentido así. Al lado de Edmund los
días eran horas y las horas minutos. Todo era alegre, de un modo diferente a
como era con Gisele, y el tiempo pasaba volando a su lado. Sin embargo, debía
reconocer que a menudo echaba de menos a su amiga; sin ella, era como si le faltara
algo y el mundo perdiera parte del color que tenía.
Por su parte, aunque no lo reconocía, Gisele no estaba a
gusto con la relación de la muchacha. No sabía por qué, ya que Helie no la
trataba peor de como la trataba siempre; pero verla besarse con Edmund , cogerle de
la mano o incluso hablar con él le causaba un dolor enorme que no sabía
describir.
Pasaron meses así, y durante todo ese tiempo Gisele no paró
pensar en la cuestión. Se planteó cientos de causas posibles para la tristeza
terrible que le invadía cuando veía a su amiga y su pareja juntos: quizá era
demasiado posesiva, pero verla con otras personas que no fueran Edmund no le
afectaba en nada; quizá tuviera celos de la muchacha, pero él no le atraía en
absoluto; quizá le molestaba que Helie tuviera novio y ella no, pero se dio
cuenta de que no deseaba ningún hombre a su lado… ningún hombre.
Pero a Helie sí.
Comprendió que quería a su amiga no como a una amistad,
sino de la manera en que describían el amor los cantares e historias que
constantemente escuchaba en el pueblo; que no sentía celos de ella, sino por
ella.
Comprendió que amaba a su amiga.
Darse cuenta de ello, en cierto modo, no fue un alivio,
sino un problema más. Las mujeres debían enamorarse de los hombres y viceversa,
pero que dos personas del mismo sexo se enamoraran era completamente
antinatural y pecaminoso, sencillamente
era imposible que eso sucediera. Pero si era imposible, ¿por qué le estaba
sucediendo a ella?
No sabía por qué, pero estaba claro que no se equivocaba
con respecto a sus sentimientos, así que no pensaba renunciar a ellos. Nunca
había sido una chica que antepusiera el sentido común al corazón, y en ese
momento su corazón le pedía más que nunca que no lo ignorara.
Decidió confesárselo a su amiga. La comprensión y la amistad
incondicional que las había unido durante tantos años provocaban que a la
muchacha se le antojara imposible que Helie fuera romper su relación al saber
la noticia. Lo único que temía era el dolor que un rechazo le provocaría, pero
sabía que el arrepentimiento que sufriría de no decírselo nunca sería muy
superior.
Sin embargo, dar ese paso no era tan fácil como ella
pensaba y aún tuvieron que pasar un par de meses para que llevara a la práctica
su plan. Para entonces, la relación de Helie y Edmund se había ido
resquebrajando y ambos habían decidido terminar el noviazgo.
Sucedió un par de semanas después de la ruptura. Las dos
habían pasado prácticamente todo el día juntas y al atardecer se sentaron a la
orilla del río que separaba el bosque de la aldea.
Gisele observó a Helie: La luz del crepúsculo iluminaba su
pelo, cuyos largos mechones se acomodaban desordenados sobre sus hombros; el
agua rodeaba sus tobillos sumergidos en el río; sus ojos azules adquirían un
hermoso color imposible de clasificar cuando los rayos del sol se reflejaban en
ellos. Jamás la había visto tan hermosa.
Ni siquiera lo pensó. En un segundo, sus labios se posaron
sobre los Helie sin ninguna intención de separarse de ellos, con la idea de
que, ajenos a su contacto, quedarían sometidos a una dolorosa y peligrosa
intemperie.
Pero los de su amiga no parecían sentir lo mismo y la
muchacha se separó de ella tan pronto como fue capaz de reaccionar. La miró a
los ojos con una expresión aterrorizada y con el impulso de salir corriendo sin
mirar atrás; pero el inmenso cariño que sentía por ella le obligó a quedarse
allí, aunque unos centímetros más lejos de ella.
Gisele aprovechó y por fin le confesó sus sentimientos;
cómo los había descubierto; las dudas que le habían causado y le causaban y su
decisión de, a pesar de ellas, no renunciar a estos.
Cuando finalizó su discurso, las estrellas ya brillaban en
el cielo oscuro. Helie no sabía qué decir: el discurso de su amiga le había
impresionado y estaba conmovida; sin embargo, estaba convencida de que no
sentía lo mismo, aunque los latidos de su corazón se habían acelerado conforme
la joven había ido avanzado en su confesión, pero eso no significaba nada, ¿no?
Así se lo dijo a Gisele, y a ella le dolió en el alma
escucharlo. Pero lo único que podía hacer era aceptarlo y ambas volvieron a sus
casas con la promesa de no dejar que nada de aquello mermara en modo alguno su
amistad.
Los días iban pasando, y las chicas cumplían su promesa:
Gisele no volvió a sacar el tema y Helie no la trató de forma diferente a como
siempre lo había hecho.
Pero estaba confundida, desde el crepúsculo en que su amiga
le había dicho lo que sentía, ella había empezado a darse cuenta de cosas que
antes no había notado: comenzó a darse cuenta de que hacía tiempo que ella le
llamaba más la atención que cualquier otra amiga o cualquier chico; de que su
pulso se volvía loco cuando la tenía cerca; de que sus sentimientos por la
chica se parecían mucho a los que había tenido por Edmund, incluso eran más
intensos; de que le había gustado aquel beso al borde del río. Entendió que
todo eso no era propio de una amistad; que se había equivocado al decir que no
correspondía al amor de su amiga; que la firme –y ahora veía que
equivocada- idea de que las mujeres no
podían enamorarse entre ellas le había cegado durante mucho tiempo.
No tardó en hacérselo saber a Gisele, le bastó el siguiente
momento que tuvieron a solas para volver a besarla y explicarle todo aquello.
Aquel día se abrazaron más fuerte que nunca puesto que, aunque a pesar de todo
lo que estaba pasando entre ellas aún les parecía una especie de locura, sabían
que era cierto y que, por supuesto, no estaban solas.
Comenzaron su relación en el más riguroso secreto, si
alguien llegara a enterarse de lo que tenían, su castigo podría alcanzar la
muerte. Los rincones a oscuras y los más infalibles escondites eran los únicos
que podían ser testigos de sus muestras de amor; testigos mudos que jamás
revelarían su secreto. Pero un día, a esos testigos mudos se les unió uno más.
Y este último hablaba mucho, y muy alto.
A la mujer del carnicero le faltó tiempo para gritarle
escandalizada a cualquiera que quisiera escucharla que había visto a las
muchachas besarse en un recoveco sombrío del muro del cementerio. En menos de
una hora, medio pueblo estaba enterado de la noticia y no tardaron en ir,
antorchas y rastrillos en mano, a buscar y detener para su juicio divino a las
dos impuras.
Las jóvenes, que no sabían nada, salían del cementerio
cuando percibieron la luz de las llamas y las voces de los pueblerinos
reclamando poco menos que su cabeza. Escucharon a la carnicera describiendo a gritos
los detalles de la escena que había visto; Helie oyó a Edmund pidiendo perdón a
Dios por haber estado con una hija del demonio; Gisele pudo notar entre la
algarabía la voz de su madre maldiciendo a su vientre por haber acogido a tal
engendro.
Comprendieron que, si les daban la oportunidad de
detenerlas y enjuiciarlas, jamás las condenarían a otra cosa que no fuera la
muerte. Lo único que podían hacer era huir, huir lejos, a donde nadie se atreviera
a seguirlas.
Corrieron hacia el oscuro bosque que limitaba con el pueblo
y se perdieron en él. Ese lugar era muy temido por todos los habitantes y los
hombres más valientes nunca habían llegado a acercarse al lugar donde los
árboles comenzaban a juntarse. Las amigas habían escuchado miles de historias
terroríficas ambientadas entre esas raíces, pero en aquel momento les daban
igual fantasmas, brujas y demonios. Los únicos a los que temían entonces eran
sus vecinos.
Cuando el bosque se volvió tan espeso que ya no podían
avanzar por él buscaron un pequeño claro en el que poder descansar. No
durmieron en toda la noche, presas de un miedo que ahora tenía como objeto
cualquier ente sobrenatural que pudiera atacarlas en cuanto cerraran los ojos pero
al alba, cuando las primeras luces del día disiparon esos temores, se abrazaron
y lloraron por la vida que sabían perdida hasta que se quedaron dormidas.
Despertaron entrada la noche y, dado que nada había intentado
atacarlas la noche anterior, optaron por recorrer el bosque en busca de
alimentos. Pasaron toda la madrugada y la mitad del día buscando alimentos y
agua y, para cuando el sol estaba en lo más alto, habían descubierto frutos,
pequeños e inofensivos animales que podían cazar fácilmente y repararon con
alivio en que el río cruzaba el bosque en un punto no muy lejano. Decidieron
vivir allí, apartadas de la civilización que quería hacerlas daño y de la que
querría hacérselo de conocer su secreto. Solas ellas dos, pero juntas como
siempre habían estado, con eso les era más que suficiente.
Han pasado casi dos años desde que tomaron esa decisión y
no se habían arrepentido de ella en ningún momento. Son felices y viven cómodas
en el que ya es su hogar: conocen lo que pueden comer y lo que no; las plantas
que pueden curar sus dolencias y no temen a los animales más grandes, pues han
aprendido sin mucha dificultad que ellos no les harán daño mientras ellas no
les dañen.
Viven sin preocupaciones y como ellas quieren, por fin pueden
expresarse su amor libremente sin tener que esconderse de nada y sin que nadie
las juzgue, son libres para ser ellas mismas, sin más.
Helie se vuelve a Gisele con una alegre sonrisa en los
labios y ella se la devuelve, no hablan, pero no les hace falta, saben que
están pensando lo mismo.
Jamás habían estado mejor.