martes, 31 de octubre de 2017

Maggie la infértil.

Maggie quería ser madre.
Todas las mujeres en el pueblo lo eras. Ancianas o jóvenes, cada una de ellas había acogido en su seno al menos a una criatura, un fruto de su sangre, un hijo creado en sus entrañas. Cada día observaba decenas de niños recorriendo entusiasmados las oscuras calles de la aldea: miradas brillantes y preciosas e inocentes sonrisas dirigidas a sus madres. Ella también quería ser destinataria de ese amor, el mismo cariño para devolverle al mismo dulce ser que se lo entregaba. ¿Por qué no era posible?
A solas en su penumbrosa morada, Maggie rumiaba su desdicha. Reposaba durante horas acariciando con manos suaves los muñecos de tela que ella misma había tejido, cantándoles nanas que se perdían entre las violáceas paredes. Tiempo después lloraba sobre ellos lágrimas oscuras hasta quedarse dormida. Era inmensamente infeliz y nadie lograba entenderlo, nadie, porque ellos no vivían su sufrimiento. Maggie comenzó a odiarlos a todos.
Un día, una niña del pueblo entró en labor de parto. Maggie conocía a la familia, pero no sabía que la muchacha hubiera quedado encinta. Se lo contaron los vecinos en el mercado, invitándola a acudir con ellos a la casa para dar su apoyo a la joven madre.
No era suficiente que todas las mujeres menos ella tuvieran bebés, ahora hasta una niña era capaz de obtener su deseo. Aquel hecho fue demasiado para la templanza de Maggie, que entró en ira. ¿Cómo se atrevía una insulsa infante a remarcar así su desdicha? Ella no tenía derecho a ser madre, ni siquiera era mujer. Una niña no puede tener un hijo: es antinatural, obsceno. Aquel bebé no debía dormir en esa cuna, alimentarse de ese pecho.
Era noche cerrada cuando Maggie se introdujo en la habitación de la niña, que dormía agotada a sus catorce años. El bebé se encontraba junto al lecho, acostado en una discreta cuna de madera. La criatura era grande, de rostro rollizo, con suaves manitas rosadas y un dulce dormir delatado únicamente por el regular movimiento de su torso. Fascinada por e instantáneo cariño que sintió por el recién nacido, a Maggie no le costó ningún esfuerzo recogerlo contra su pecho, como tampoco tuvo reparos en degollar a la muchacha que lo había dado a luz.
Durante el resto de las horas oscuras, Maggie se dedicó a atender al niño en su propio hogar: lo acostó en las mantas más suaves que poseía, le consoló en su llanto y le alimentó con su propia leche. Se dio cuenta de que sentía por él el amor más profundo que puede albergar un alma humana y, llena de dicha, le llamó Junel.
Con la luz del amanecer, los habitantes del pueblo descubrieron el doble crimen que se había producido en la habitación de la niña que la noche anterior había sido madre. Horrorizados, enterraron su cuerpo en lino blanco mientras buscaban sin descanso a la persona que la había asesinado, la misma que también había raptado al pequeño bebé. Nadie sospechó de Maggie, que en todo ese tiempo apenas salió de casa. Nadie pareció preocuparse por el hecho de que amaneciera cada día sonriente y feliz, a pesar de la desgracia que había acaecido sobre su querida vecina.
Pero un día, en el transcurso de una mañana cálida en la que cada habitante de la aldea había decidido salir a la calle, Junel lloró. Lloró y lloró con la fuerza de mil tormentas hasta que los vecinos, extrañados, entraron en la casa en la que no podría haber ningún bebé. Allí yacía el niño, acostado entre mantas y agitando con fuerza sus bracitos. Algunos reconocieron en él al hijo de la muchacha muerta y, enfurecidos, decidieron esperar la llegada de Maggie.
Cuando ella llegó del mercado, Junel ya no lloraba, y la contempló acurrucado entre los brazos de la abuela que llevaba su sangre. Junto a ellos, armados con espadas y horcas, se encontraban varios vecinos del pueblo.
Maggie no tuvo tiempo de defenderse, ni siquiera pudo soltar los alimentos que acababa de comprar.
La ejecutaron en aquel mismo salón, sin juicio ni súplicas mediadas. Después de matarla, algunas mujeres cosieron sus ojos con hilo del cenagal para que nunca pudiera poder a ver y arrojaron su cadáver a una fosa. Limpiaron su casa para que ningún ser vivo pudiera alimentarse jamás de ella y se llevaron a Junel lejos, muy lejos de allí.
Pero el alma de Maggie nunca se fue, volvió a su hogar en el mismo instante en el que el bebé desapareció de allí. Desde entonces llora así su desdicha, carente del consuelo del sueño y el día, mientras acaricia con manos temblorosas los muñecos de trapo que ella misma tejió. Estos, mientras escuchan las nanas que escapan de los pálidos labios de su dueña, acogen las negras lágrimas que se deslizan entre sus párpados cosidos.

miércoles, 4 de octubre de 2017

Carta al nuevo inquilino.

Tema encontrado en Pinterest

Hola, nuevo inquilino.

No te conozco de nada pero Teresa, la casera, me ha dicho que ibas a venir. Espero que no vea esto, nunca le caí bien, sólo me dejaba quedarme porque le pagaba religiosamente el alquiler cada mes. Si quieres un consejo, intenta que no te descubra llegando borracho a casa a las tres de la mañana. No tengo ni idea de qué hacía ella levantada a esas horas, con la edad que tiene, pero el caso es que abrió la puerta justo cuando yo pasaba por delante.
Es posible que no leas esto, lo escondí en el primer cajón del escritorio, hecho una bola. Si no lo has encontrado ahí es porque ella lo ha cogido y lo ha leído, la muy cotilla. No importa, probablemente nunca la volveré a ver.
Ha sido maravilloso vivir aquí, a pesar de Teresa (PAGA SIEMPRE EL ALQUILER), estos dos últimos años han sido increíbles. Es muy cursi decirlo, pero cada rincón de este piso lleva encima un recuerdo. Espero, querido nuevo inquilino, que los tuyos también se queden pegados aquí.
Hablando de cosas que se quedan pegadas, yo que tú no daría la vuelta a la alfombra. Le dije a Teresa que en su momento lo hice porque prefería el color marrón al rojo del anverso, pero la verdad es que hace meses mi sobrino vomitó la mitad de sus chuches de Halloween sobre la tela y, por mucho que limpié, no logré que esa maldita mancha amarillenta desapareciera. Lo siento, yo también prefería el rojo, pero era demasiado para mi.
Para compensar por las molestias, he dejado puesta en el pasillo la pintura de los caballos galopando en el río. Me lo regaló una señora que pintaba en la calle, como agradecimiento por darle el café que acababa de comprar en un Starbucks. Le hizo tanta ilusión tomar entera una bebida tan cara que me obligó a elegir el cuadro que más me gustara. A mi, desde luego, me mereció la pena perder el dinero del café.
Espero que te guste. Carlos, un camarero del bar de enfrente, me ayudó a colgarlo y dijo que le encantaría instalarse en una casa decorada con una lámina tan bonita. No sé si lo dijo por intentar instalarse en mi cama, porque antes de que le dijera que soy lesbiana le gustaba coquetear conmigo, pero aun así espero que haga tu estancia aquí - y sobretodo tu mudanza - más agradable.
En el bar de Carlos, desde luego, sí lo conseguirán. Todos los empleados, incluso los parroquianos, son gente maravillosa. Me ayudaron y me apoyaron cuando llegué aquí y no conocía a nadie, y ahora para mi son mis amigos. Te lo digo desde ya: las fiestas que hacen los viernes son increibles, y el chorizo que sirven también.
Ve a verlos, si quieres, y diles tu dirección. Les he dejado encargado que, si te pasas por ahí, te traten como si fueras mi hermano.
Espero que seas muy feliz aquí, tanto como lo he sido yo. Si te digo la verdad, en realidad no quiero marcharme, pero no puedo rechazar el trabajo que me ha salido en otra ciudad. Al menos tengo la sensación de que dejo este lugar - más bien lo va a hacer Teresa, pero mi vínculo es más sentimental - en buenas manos.
Quién sabe, quizá nos veamos cuando vaya a ver a mis chicos del bar. He prometido que los iré a visitar en unos meses y ya me muero de ganas por hacerlo.
Bienvenido, nuevo inquilino, cuidate. 



XOXO,
Silvia


PS: Me acabo de acordar, la mesa del comedor cojea. Un folleto de comida rápida doblado viene perfecto para nivelarla. Son fáciles de encontrar, cada día aparece uno nuevo en el buzón.