Avanza lenta por la nieve, arrastrando los pies congelados a
través de ella. Sin embargo, no nota el frío; ni se percata de las gotas de
sangre que van regando el camino tras ella.
Mantiene las manos heridas pegadas al pecho, manchando su
impoluto vestido blanco; sus ojos azules miran fijos al frente, sin ser
conscientes de lo que contemplan. Neva no sabe lo que hace, en el futuro ni
siquiera recordará el largo paseo que está realizando. En su mente sólo
percibe, estática como una pintura, la imagen de su padre tendido en el suelo, inconsciente,
con una herida en la cabeza provocada por el golpe que le ha dado con la
sartén.
Por fin lo ha hecho.
Por fin ha terminado con el infierno en el que ha vivido
desde su nacimiento; cuando su padre, enfadado por no obtener un niño de su
maltrecha esposa, descargó todas sus frustraciones sobre su única hija. Su
madre murió pocos años después, debilitada por el eterno invierno en el que
vivían, y Neva, de entonces nueve años, se vio obligada a adoptar su papel.
Con todo lo que aquello conllevaba.
La servidumbre llegó primero, las palizas después y, poco a
poco, sus manos fueron haciéndose más ásperas y valientes, hasta el punto en
que ya no quedó nada más en ella por acariciar. Pasados los años, sobre su
cuerpo se señalaban cuatro partos y, sobre su mente, cuatro pérdidas y el
inmenso dolor de las continuas torturas a manos de un hombre que la odiaba.
Con el tiempo, todo lo bueno se escapó. Cosas como el amor, la
felicidad y la luz se desvanecieron en el aire; la belleza se esfumó, sólo
conservándose en su rostro; en la casa sólo vivían la tristeza, la crueldad, el
desprecio y el llanto; en su alma no había nada.
Sólo sueños de venganza y libertad.
Sueños destinados a cumplirse esa fría mañana de Enero,
aunque ella no lo sabía. No lo sabía cuándo, muerta de sueño, quemó el desayuno
en la sartén; no pudo saberlo cuando su padre se sentó resacoso en la mesa; ni
se lo imaginaba cuando miró enfadado su comida chamuscada, cogió un cuchillo de
la mesa y empezó a agitarlo frente a ella, como acostumbraba a hacer. Sólo se
dio cuenta cuando, buscando defenderse, golpeó su cabeza con la sartén y le
dejó tendido en el suelo, inconsciente, con un hilo de sangre brotando entre su
cabello. Más tarde recordaría cómo se quedó paralizada, sin saber qué hacer y cómo,
sin comprobar si su padre vivía, salió de casa descalza y con las manos
cortadas, hacia cualquier lugar que el destino pusiera en su camino.
Cuatro horas después, el azar le lleva hasta una pequeña
casa a las puertas de una aldea. A su paso se asoma una mujer: es regordeta, de
aspecto bonachón, y contempla preocupada a la bella chica que pasea pálida
frente a ella. Sin dudarlo, sale a su encuentro.
-
¡Joven, joven! – corre hacia ella, pero Neva no
reacciona, apenas ha empezado al salir del shock - ¡niña!, ¿me oyes? – la pobre
mujer la agarra por los brazos, zarandeándola, hasta que consigue que sus ojos
la miren.
-
Buenos días… - eso es todo lo que consigue
decir, con una voz que es apenas un susurro. Sin querer se mira las manos,
manchadas de sangre ya seca.
-
¡Oh, cielo santo! – la impresión empuja a la
aldeana hacia atrás, aunque en seguida se dispone a examinarle las manos –
pobrecita… ¡los cortes son tuyos! pero… ¿qué ha pasado? – la mira, esperando
una respuesta, pero la joven ni siquiera abre la boca – bueno, no pasa nada, ya
me lo contarás… Ven conmigo, cariño, acompáñame a casa… ¡estás helada! Pobrecita…
dentro estarás caliente, el fuego ya está encendido, verás que bien. Ven, cariño,
ven…
Todavía atolondrada, la muchacha sigue a la mujer, que tira insistente
de su brazo, y entra al hogar. Nada más llegar, se ve envuelta en una gruesa
manta y sentada frente a la chimenea, donde una niña pequeña la mira
impresionada.
-
¡Tessa, deja de mirar así a nuestra invitada y
ayúdame a servirle un plato de sopa!
La niña reacciona y corre hacia su madre bajo la atenta
mirada de Neva, que ya está casi recuperada de la impresión. Con una leve
sonrisa, examina toda la sala: los zapatos, varios pares, están colocados junto
a la puerta; en la cocina bulle una enorme olla, probablemente llena de la sopa
que va a tomar; de las perchas cuelgan varios abrigos llenos de remiendos; en
el suelo yace un conejito de madera, reposando después de una larga sesión de
juegos. Ese es el aspecto que siempre imaginó que tendría un hogar, un hogar
feliz.
Tessa se acerca a ella, temblorosa, sujetando entre las
manos un cuenco a rebosar. Lo deja en la mesa, observando preocupada sus palmas
heridas, y se aleja un par de pasos. Ella le sonríe, y después se dirige a su
madre, que aparece con un enorme rollo de vendas entre los brazos.
-
Muchas gracias por su hospitalidad, me llamo
Neva.