No sabes que va a pasar mañana, ni pasado.
Bueno, pensándolo mejor, no lo sabes con exactitud, porque en el fondo sí lo conoces: rutina, más rutina, aderezada con unas risas y alguna nueva anécdota que contar, pero casi lo mismo que la semana pasada.
Entonces, ¿qué es esa sonrisa en tu cara?, ¿qué son esas ganas locas de que llegue mañana?, ¿qué es esa sensación de que todo estará lleno de color y de alegría?
Sí, es él. Él con sus eternas charlas sobre cualquier cosa, con ese humor que puede llegar a sacarte de quicio, con todos sus detalles, con su simple presencia. Él que sin quererlo te llena de esa sensación tan extraña, de esa sensación de tranquila alegría, de que todo a su lado va a ser más feliz. Y por eso, porque todo con él es más feliz, quieres estar siempre a su lado.
Toda conversación es poca y todo momento a solas con él se vuelve efímero, todo detalle es un tesoro más y todo abrazo es insuficiente.
Lo necesitas cerca, lo sabes. Lo sabes porque o pierdes la oportunidad de rozarle, porque te encantan sus abrazos porque despedirte de él se hace cada día un poco más duro.
No vas a decir que le quieres, no tan pronto, es demasiado prematura y tú estás demasiado insegura. Todo a su tiempo.
Y sí, sabes que eso nunca lo has cumplido, que siempre has sido más de ir volando, pero esta vez es especial.
Igual que él.
lunes, 11 de noviembre de 2013
jueves, 3 de octubre de 2013
Reseña: Erebos
Título: Erebos.
Autor: Ursula Poznanski.
Editorial: Alfaguara
Páginas: 504
Sipnosis: En una escuela de Londres circula un misterioso juego informático llamado Erebos. Copias piratas pasan secretamente de un alumno a otro provocando una fuerte adicción entre los estudiantes. Las reglas son muy estrictas: debes jugar siempre solo, tienes una única oportunidad y no puedes hablar con nadie sobre ello. Quien no las cumple o no termina una misión se queda fuera y no puede volver a intentarlo. Solo hay un pequeño inconveniente: Erebos es mucho más que un simple juego informático y las pruebas que exige no deben ser realizadas en ese escenario sino en la vida real. El límite entre la realidad y el mundo virtual empieza a desaparecer peligrosamente? Si estás dentro serás cómplice. Si estás fuera, no podrás evitar lo peor.
No puedo recordar cuánto tiempo llevaba el libro encima del armario, soportando el peso de otro libro de Agatha Christie que saqué de su sitio y no comencé a leer y el de una taza que ha adoptado el aburrido trabajo de guardar bolígrafos en su interior. Seguramente fueran meses, bastantes, creo que en verano ya estaba allí, y en todo ese tiempo se había convertido en un elemento común en el salón, tan común que ya nadie se fijaba en él, nadie se extrañaba de que estuviera allí cuando debería estar ocupando alguna estantería o las manos de uno de nosotros.
La cuestión es que, de pronto, un día me empecé a fijar en él: en ese ojo negro que te mira desde la portada y en ese color rojo que la teñía solo en parte, haciendo parecer que se había visto bastantes veces dentro de una lavadora. Y además recordé su resumen, que me había llamado la atención meses atrás cuando mi hermano se lo compró y prometió que si al final del verano no se lo había acabado, me lo podría leer yo.
Pues bien, a principios de Octubre él y mi padre lo habían empezado y se encontraba entre sus lecturas pendientes, pero efectivamente el verano había terminado y me tocaba a mí comenzarlo.
Seguramente fue la mejor decisión del día.
Erebos es uno de esos libros que apasionan, de esos que los coges y las páginas pasan y pasan sin que tú te des apenas cuenta, desde la saga de Los juegos del hambre no me había pasado lo mismo.
Es adictivo, tanto como el juego del que habla. Lo dejaba cerrado y al minuto siguiente ya lo había vuelto a abrir, recuerdo que en un momento me preocupé, comparando la adicción de los personajes al famoso DVD con la que yo tenía al libro.
Los que busquen difíciles metáforas y grandes elementos poéticos no los van a encontrar aquí, eso está claro, la forma de expresarse de la autora es sencilla y fácil de leer pero aun así logra que acompañemos al protagonista durante todo el recorrido y vayamos notando cómo el vicio va mostrando sus diferentes fases y sus capas más oscuras.
Te hace pensar bastante y, si no, por lo menos hace que vivas (por que lo vives) una realidad que actualmente hace mella en muchas personas de nuestra sociedad atestada de Play, X-box, Nintendo, PC y un larguísimos etcétera que yo no conozco, pero que ahí está. Existe un límite entre la sana diversión y la preocupante adicción, y cruzarle puede ser muy malo y enfermizo. Cuando tu vida se encuentra tras la pantalla la realidad deja de tener sentido, las consecuencias que se puedan dar en el mundo real, lo que ocurre en él, dejan de valer, solo cuenta lo que tú consideras real (que evidentemente no es lo que el resto del mundo considera) y el resto importa muy poco porque al fin y al cabo para ti tu vida está en el juego, y no en el mundo exterior.
Para ir terminando me gustaría hacer mención a Nick - nuestro protagonista - y a sus momentazos "Emily" que me han llenado de una ternura y un cariño que no recuerdo en ningún otro libro (pero tranquilos a los que no os gustan estas cosas, porque tampoco son tantos ni tan largos). También a Adrian McVay, uno de los personajes, a quien me encantaría poder hacer pequeñito y llevarme a todos lados en el bolso para poder disfrutar en todos lados de lo adorable que me ha parecido.
martes, 1 de octubre de 2013
Coven.
El sonido de sus pisadas retumba en el pavimento y se hace eco en las paredes. Continuo y ensordecedor, parece perseguirle en su desesperada carrera viajando a través de los muros semiderruidos de piedra.
No es el único.
Corre desesperado, ha dejado de estar alerta por lo que avanza tras él, necesita encontrar la salida del edificio en ruinas que ahora recorre pero las paredes se cruzan donde menos se lo espera y los pasillos parecen no tener fin. El lugar no parecía tan laberíntico desde fuera, ni tan grande.
Es imposible que sea tan grande.
Es cosa de ellas.
El viento comienza a soplar, frío y furioso, y proporciona frescor a su cuerpo ardiendo por el esfuerzo. Los muros son altos, pero están caídos y no sostienen ningún techo, mostrando en su lugar los altos árboles del bosque alzados hacia el oscuro cielo nocturno, solitario sin una luna que le acompañe.
Se permite sólo un segundo para contemplarlos. Con sus copas imponentes y gruesas ahora le parecen un buen sitio para esconderse. Ojalá estuviera allí ahora, ojalá nunca hubiera visto aquel maldito lugar, ojalá...
Aquel olor, otra vez. Resulta increíble lo poco que ha durado y lo bien que lo recuerda. Putrefacción, muerte, abandono, un aroma que actuaba como alarma: "no te acerques..." "huye..." "antes de que te vean..., antes de que te huelan..., antes de que te noten...". A cada paso, más claro; cuanto más cerca, más desesperados y urgentes sus gritos; una última advertencia inútil cuando ya fue demasiado tarde...
Le vieron, le olieron, le notaron... vestidas de negro, como sombras corpóreas, tan solo un segundo y estaba perdido, miradas oscuras, bocas humeantes... Solo pudo huir. Escapar, sin parar, sin mirar atrás, no existe otra posibilidad.
Los pulmones arden, el aire quema, respirar cuesta, las piernas fallan, las zancadas tiemblan, el costado duele, el cuerpo se dobla... No puede más, sus fuerzas se rinden, tropieza, cae.
Tan solo un segundo de distracción, no puede permitirse más.
Pero tan solo un segundo es demasiado tarde.
Desaparecen los árboles, escondidos tras un techo que de pronto se interpone frente a ellos; nota las paredes que se alzan sin aviso a su alrededor, provocando frío en vez de proporcionar calor; al levantar la mirada no reconoce dónde está: tropezó en un pasillo en ruinas y se levanta en una imponente celda.
Quizás haya vías de escape pero no las ve, jamás las verá. No hay puertas, ventanas ni accesos a su vista. Ante él, sombras. Una, dos, tres...
Le rodean, sus risas estridentes alzándose entre las paredes que las multiplican con su eco. Están contentas, han atrapado a su presa, ninguna escapa.
Se marea, se ahoga, las sombras danzan y giran sin parar, como un torbellino que le ha cazado y nunca frena... y de pronto se detiene.
Ante él, de pronto, unos ojos amarillos, una sonrisa negra, un deseo macabro en un diabólico rostro...
Y oscuridad.
No es el único.
Corre desesperado, ha dejado de estar alerta por lo que avanza tras él, necesita encontrar la salida del edificio en ruinas que ahora recorre pero las paredes se cruzan donde menos se lo espera y los pasillos parecen no tener fin. El lugar no parecía tan laberíntico desde fuera, ni tan grande.
Es imposible que sea tan grande.
Es cosa de ellas.
El viento comienza a soplar, frío y furioso, y proporciona frescor a su cuerpo ardiendo por el esfuerzo. Los muros son altos, pero están caídos y no sostienen ningún techo, mostrando en su lugar los altos árboles del bosque alzados hacia el oscuro cielo nocturno, solitario sin una luna que le acompañe.
Se permite sólo un segundo para contemplarlos. Con sus copas imponentes y gruesas ahora le parecen un buen sitio para esconderse. Ojalá estuviera allí ahora, ojalá nunca hubiera visto aquel maldito lugar, ojalá...
Aquel olor, otra vez. Resulta increíble lo poco que ha durado y lo bien que lo recuerda. Putrefacción, muerte, abandono, un aroma que actuaba como alarma: "no te acerques..." "huye..." "antes de que te vean..., antes de que te huelan..., antes de que te noten...". A cada paso, más claro; cuanto más cerca, más desesperados y urgentes sus gritos; una última advertencia inútil cuando ya fue demasiado tarde...
Le vieron, le olieron, le notaron... vestidas de negro, como sombras corpóreas, tan solo un segundo y estaba perdido, miradas oscuras, bocas humeantes... Solo pudo huir. Escapar, sin parar, sin mirar atrás, no existe otra posibilidad.
Los pulmones arden, el aire quema, respirar cuesta, las piernas fallan, las zancadas tiemblan, el costado duele, el cuerpo se dobla... No puede más, sus fuerzas se rinden, tropieza, cae.
Tan solo un segundo de distracción, no puede permitirse más.
Pero tan solo un segundo es demasiado tarde.
Desaparecen los árboles, escondidos tras un techo que de pronto se interpone frente a ellos; nota las paredes que se alzan sin aviso a su alrededor, provocando frío en vez de proporcionar calor; al levantar la mirada no reconoce dónde está: tropezó en un pasillo en ruinas y se levanta en una imponente celda.
Quizás haya vías de escape pero no las ve, jamás las verá. No hay puertas, ventanas ni accesos a su vista. Ante él, sombras. Una, dos, tres...
Le rodean, sus risas estridentes alzándose entre las paredes que las multiplican con su eco. Están contentas, han atrapado a su presa, ninguna escapa.
Se marea, se ahoga, las sombras danzan y giran sin parar, como un torbellino que le ha cazado y nunca frena... y de pronto se detiene.
Ante él, de pronto, unos ojos amarillos, una sonrisa negra, un deseo macabro en un diabólico rostro...
Y oscuridad.
jueves, 29 de agosto de 2013
Mireya.
Llegó a casa, otra tarde más, sin ganas de nada.
Con los ojos teñidos de rojo y las mejillas empapadas por las lágrimas arrojó la mochila sobre la cama con todo el odio del que fue capaz, como si ella tuviera la culpa de su pesar.
Ella no tenía la culpa de nada. Su mochila no le había hecho daño nunca -cosa de la que podían enorgullecerse muy pocos- pero recibía todos los golpes que el pobre Raúl deseaba dar para defenderse aunque nunca lograba asestar.
Era pequeño para su edad y bastante flacucho. Frente a los niños de su clase, que le sacaban una cabeza y cuyos brazos comenzaba a adquirir un grosor considerable él, con su baja estatura y sus bracitos delgados, se sentía débil y pequeño. Los chavales lo sabían y se aprovechaban de ello para divertirse en los descansos y recreos mediante todo tipo de procedimientos crueles que desgastaban a Raúl cada vez un poco más.
Desde el curso pasado cada día era igual: llegaba al colegio y sus compañeros, sin perder un minuto, comenzaban a poner en práctica su arsenal, cada día más variado, de burlas y golpes que "por lo menos" nunca dejaban marca. Después de siete horas intentando pasar lo más desapercibido posible volvía a su casa donde nunca había nadie. Comía solo y por la tarde pasaba el tiempo estudiando, viendo la tele o jugando con sus videojuegos, pero siempre en solitario. Sus padres pasaban el día trabajando y regresaban tarde a casa, entrada la noche. Durante las pocas horas que pasaban juntos no solían hablar de cosas importantes y Raúl nunca se había atrevido a contarles su problema no por falta de confianza, sino por vergüenza ante el hecho de que sus padres supieran que su hijo era el "pringado" con el que todos podían en clase.
Sin embargo existía un pequeño pero gran detalle que en los últimos meses había marcado la diferencia en su rutina. Ese acontecimiento, desde que sucedió por primera vez, se había convertido en prácticamente lo único bueno que le sucedía a Raúl cada día. El pequeño no era consciente de ello, pero se había estado acercando cada día un poco más al límite en el que las personas pasan a cometer las denominadas "locuras" hasta que ese buen día se encerró en el baño.
Era Septiembre y el nuevo curso acababa de empezar. Ese día Raúl regresó, llorando y abatido, tras descubrir que las malas intenciones y la crueldad de sus compañeros no se habían derretido con el calor del verano al igual que los helados que constantemente veía venderse en las calles.
Cuando cruzó el umbral del vestíbulo esperaba encontrarse la casa vacía como de costumbre pero no era así: su madre llevaba encontrándose mal toda la mañana y al mediodía había tomado la decisión de pasar el resto del día en cama. Nada mas oír su voz se sintió acorralado. No quería que su madre le viera en ese estado, con lágrimas en los ojos y cara triste, porque entonces se preocuparía y le preguntaría que le pasaba y el tendría que confesarle que su hijo o era más que un pobre pardillo sin fuerzas para enfrentarse a sus compañeros de clase.
De modo que corrió al baño con la intención de llorar las últimas las últimas lágrimas y limpiarse la cara para poder encontrarse con su madre. Delante del espejo lloró desconsolado algunos minutos miró el cristal para examinar su reflejo.
Pero no lo encontró.
Quien le devolvía la mirada no era él, sino una niña que jamás había visto.
Paralizado, no fue capaz de moverse para huir ni de emitir algún sonido para gritar. Sencillamente se quedó allí, de pie frente al espejo, moviendo los brazos para ver si ella imitaba sus movimientos obteniendo como respuesta solamente una expresión extrañada y un saludo con la mano por parte de la pequeña.
Parecía dulce, demasiado como para ser una de esas niñas fantasmas que movían cuchillos, gritaban sin motivo y aparecían en la mayoría de historias de miedo que Raúl conocía así que probó a hablar con ella. Le preguntó su nombre y por qué estaba allí y ella le respondió. No hablaba, sólo movía el dedo frente a ella, como si escribiera en el aire, y la respuesta aparecía clara en el espejo antes de desvanecerse.
Se llamaba Mireya, y estaba allí para ser su amiga.
A pesar de todo, a Raúl le gustó la respuesta. No sabía qué estaba pasando ni cómo había llegado aquella extraña niña allí pero la parte de él que le aconsejaba asustarse se vio superada por la palabra "amiga" escrita en el espejo.
Desde entonces hasta aquel día habían transcurrido ya cerca de dos meses. Dos meses durante los cuales había visitado tantas veces a Mireya que era incapaz de contar cuantas, y ese día era perfecto para engrosar la lista un poco más.
Después de arrojar la mochila se quitó el uniforme -no podía esperar a ver a su amiga, pero su madre se ponía histérica si le veía aún con el uniforme cuando llegaba a casa- y se puso su chándal favorito. Corriendo, se metió en el baño y tras asegurarse de que el cerrojo estaba bien echado se volvió al espejo y susurró su nombre.
- Mireya...
Pasaron un segundo, dos, tres y entonces la silueta de la niña comenzó a dibujarse. Lo último que se hizo visible fue su rostro, en el que lucía una amable sonrisa.
Él se la devolvió, feliz de verla de nuevo.
Con los ojos teñidos de rojo y las mejillas empapadas por las lágrimas arrojó la mochila sobre la cama con todo el odio del que fue capaz, como si ella tuviera la culpa de su pesar.
Ella no tenía la culpa de nada. Su mochila no le había hecho daño nunca -cosa de la que podían enorgullecerse muy pocos- pero recibía todos los golpes que el pobre Raúl deseaba dar para defenderse aunque nunca lograba asestar.
Era pequeño para su edad y bastante flacucho. Frente a los niños de su clase, que le sacaban una cabeza y cuyos brazos comenzaba a adquirir un grosor considerable él, con su baja estatura y sus bracitos delgados, se sentía débil y pequeño. Los chavales lo sabían y se aprovechaban de ello para divertirse en los descansos y recreos mediante todo tipo de procedimientos crueles que desgastaban a Raúl cada vez un poco más.
Desde el curso pasado cada día era igual: llegaba al colegio y sus compañeros, sin perder un minuto, comenzaban a poner en práctica su arsenal, cada día más variado, de burlas y golpes que "por lo menos" nunca dejaban marca. Después de siete horas intentando pasar lo más desapercibido posible volvía a su casa donde nunca había nadie. Comía solo y por la tarde pasaba el tiempo estudiando, viendo la tele o jugando con sus videojuegos, pero siempre en solitario. Sus padres pasaban el día trabajando y regresaban tarde a casa, entrada la noche. Durante las pocas horas que pasaban juntos no solían hablar de cosas importantes y Raúl nunca se había atrevido a contarles su problema no por falta de confianza, sino por vergüenza ante el hecho de que sus padres supieran que su hijo era el "pringado" con el que todos podían en clase.
Sin embargo existía un pequeño pero gran detalle que en los últimos meses había marcado la diferencia en su rutina. Ese acontecimiento, desde que sucedió por primera vez, se había convertido en prácticamente lo único bueno que le sucedía a Raúl cada día. El pequeño no era consciente de ello, pero se había estado acercando cada día un poco más al límite en el que las personas pasan a cometer las denominadas "locuras" hasta que ese buen día se encerró en el baño.
Era Septiembre y el nuevo curso acababa de empezar. Ese día Raúl regresó, llorando y abatido, tras descubrir que las malas intenciones y la crueldad de sus compañeros no se habían derretido con el calor del verano al igual que los helados que constantemente veía venderse en las calles.
Cuando cruzó el umbral del vestíbulo esperaba encontrarse la casa vacía como de costumbre pero no era así: su madre llevaba encontrándose mal toda la mañana y al mediodía había tomado la decisión de pasar el resto del día en cama. Nada mas oír su voz se sintió acorralado. No quería que su madre le viera en ese estado, con lágrimas en los ojos y cara triste, porque entonces se preocuparía y le preguntaría que le pasaba y el tendría que confesarle que su hijo o era más que un pobre pardillo sin fuerzas para enfrentarse a sus compañeros de clase.
De modo que corrió al baño con la intención de llorar las últimas las últimas lágrimas y limpiarse la cara para poder encontrarse con su madre. Delante del espejo lloró desconsolado algunos minutos miró el cristal para examinar su reflejo.
Pero no lo encontró.
Quien le devolvía la mirada no era él, sino una niña que jamás había visto.
Paralizado, no fue capaz de moverse para huir ni de emitir algún sonido para gritar. Sencillamente se quedó allí, de pie frente al espejo, moviendo los brazos para ver si ella imitaba sus movimientos obteniendo como respuesta solamente una expresión extrañada y un saludo con la mano por parte de la pequeña.
Parecía dulce, demasiado como para ser una de esas niñas fantasmas que movían cuchillos, gritaban sin motivo y aparecían en la mayoría de historias de miedo que Raúl conocía así que probó a hablar con ella. Le preguntó su nombre y por qué estaba allí y ella le respondió. No hablaba, sólo movía el dedo frente a ella, como si escribiera en el aire, y la respuesta aparecía clara en el espejo antes de desvanecerse.
Se llamaba Mireya, y estaba allí para ser su amiga.
A pesar de todo, a Raúl le gustó la respuesta. No sabía qué estaba pasando ni cómo había llegado aquella extraña niña allí pero la parte de él que le aconsejaba asustarse se vio superada por la palabra "amiga" escrita en el espejo.
Desde entonces hasta aquel día habían transcurrido ya cerca de dos meses. Dos meses durante los cuales había visitado tantas veces a Mireya que era incapaz de contar cuantas, y ese día era perfecto para engrosar la lista un poco más.
Después de arrojar la mochila se quitó el uniforme -no podía esperar a ver a su amiga, pero su madre se ponía histérica si le veía aún con el uniforme cuando llegaba a casa- y se puso su chándal favorito. Corriendo, se metió en el baño y tras asegurarse de que el cerrojo estaba bien echado se volvió al espejo y susurró su nombre.
- Mireya...
Pasaron un segundo, dos, tres y entonces la silueta de la niña comenzó a dibujarse. Lo último que se hizo visible fue su rostro, en el que lucía una amable sonrisa.
Él se la devolvió, feliz de verla de nuevo.
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