El parque lleva cerrado años, se cae a pedazos y se oxida mientras la gente del pequeño pueblo junto a la costa se olvida de él. Ni siquiera los padres de los niños que hoy juegan en el paseo marítimo y en las calles protegidas por pintorescas casitas blancas pueden decir que alguna vez hayan subido y bajado en su montaña rusa, gritado en la casa del terror o devorado algodón de azúcar y manzanas de caramelo en su tienda de golosinas. Sólo algunos ancianos de la zona pueden rememorar estas cosas, y no son muchos, tanto tiempo hace que el sitio se cerró.
Nadie sabe porqué el pequeño parque de atracciones echó la llave a sus puertas un buen día de otoño, los que lo sabían ya no están y se llevaron con ellos el secreto: tal vez ya no daba rentabilidad; tal vez los ingresos no crecían lo suficiente en verano y se esfumaban muy rápido en invierno. Que importa ya. Cuando la noticia se difundió unos niños ni se inmutaron, otros se resignaron a perder su entretenimiento de los Domingos y otros, unos pocos, cogieron pataletas y enfados monumentales que duraron semanas. Pero todo eso está olvidado y los pueblerinos ya no es que no quieran hablar de él, es que ni piensan en ello.
Mientras, en el interior del pequeño parque todo está abandonado y luce en extraño color óxido en cada rincón: a la montaña se le han caído tablones; la la casa del terror se le ha caído la "t" y la "c" se ha soltado por arriba y ahora parece un luna creciente; las ventanas de la tienda están sucias y a la noria le crujen los asientos cuando sopla el viento.
Sin embargo, por encima de todo esto, de la tristeza y el abandono, flota un ambiente especial. Un aire de alegría y felicidad que parecen sentir todas las desvencijadas atracciones y que se dirige y se hace más fuerte en el centro del recinto. El mismo tiovivo que en su día fue el símbolo del parque y que, a pesar del paso de los años y de sus eternos inviernos que desgastan y oprimen sigue hoy luciendo todo su color, todo el brillo y la misma elegancia de la que hizo gala tantos años atrás, un buen día de otoño en el que las enormes puertas de hierro que lo guardan se cerraron con llave tras un último pequeño.
Ese tiovivo contrasta con todo lo demás: con la montaña oxidada y la noria crujiente; con la "t" errante y los cristales sucios. Y es ese tiovivo el que cada noche, cuando el pueblo se ha ido a dormir y nadie pasa cerca, se pone en marcha e ilumina con sus cientos de luces de colores los rostros de los espíritus infantiles de aquellos que tanto quisieron al parque y que tanto le adoraron a él, los mismos que rabietas tan fuertes cogieron en su momento y que hoy suben y bajan felices y risueños en sus caballos multicolor mientras saludan con la mano a los amigos que esperan abajo, a la montaña rusa, la tienda de chucherías y todas las atracciones que jamás se cansan de contemplarles sonrientes e inocentes como antaño, felices de encontrarse allí.
Por que, para ellos, su querido parque no cerró por siempre.
Muy bonito. Me he imaginado cada rincón de ese parque de atracciones. Me he sentido como si mirara el parque con los ojos de aquellos abuelos que cada vez que pasan por allí, lo ven y añoran su niñez, y cada minuto que disfrutaron en él. Enhorabuena de verdad.
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