Avanzaba arrastrándose por la explanada, obligando a sus piernas a moverse, los brazos caídos a los costados. Notó cómo su pie derecho iba barriendo la grava del suelo, y no estuvo seguro de que la razón de ello fuera la herida, o quizá algo más.
Había dejado de empuñar la espada hace mucho y ahora colgaba débil de su brazo, creando surcos ondulados con el filo a su paso. Creyó haberla deslizado por encima de algún cadáver al caminar, pero no estaba seguro. De todos modos no importaba. Estaban muertos, todos, y un corte añadido no iba a hacerles más daño del que habían sufrido ya.
Un soldado le alcanzó, con la misma mirada apesadumbrada que estaba seguro de tener él también. Sin embargo, notó cómo alzaba la mirada, quizá buscando alguna señal, con el último rayo de esperanza de encontrar a algún superviviente más entre aquel lecho de cuerpos. Le vio retrasarse para presionar un cadáver, buscando una reacción de vida.
El soldado no le llamó, el intento no había dado resultados. Aquel pobre desgraciado tampoco volvería a levantarse.
Continuó caminando, sorteando como podía los cuerpos de aquellos que se encontraba a sus pies. Saltó por encima de un par de manos, una pierna y el pecho de un muchacho que parecía apenas un niño. Se detuvo a observar su rostro, fino y delicado, cubierto de mugre y arañazos, luego le dejó atrás.
Se cruzó con lo que quedaba de un escudo de su país, de algún modo partido por la mitad. Sólo quedaba del mismo la parte derecha, con el dragón dorado aún visible y manchado de gotas de sangre que parecían mezclarse con el fondo rojo.
Sus escudos eran fuertes, y no quiso imaginar el golpe que habría provocado tal destrozo en el mismo. No investigó a su alrededor, temeroso de encontrar el cuerpo de quien había sufrido la fuerza del ataque. Bastantes pesadillas iba a tener con lo visto hasta ahora, seguramente para toda su vida.
Por culpa de aquel pequeño príncipe, que desde su trono había jugado a organizar una guerra que no podían ganar. En ese momento estaría sentado en la mesa del comedor – pensó – rodeado de suculentos manjares sin tener la menor idea del destino de aquellos vasallos que había mandado a combatir. Era demasiado pronto, el mensajero tardaría aún en llegar a Aliana, y a aquel canalla coronado aún le daría tiempo a pasar una agradable tarde rodeado de ignorancia y ceguera, viviendo en un mundo de lujo dorado que no estallaría a pesar de la noticia.
Maldito bastardo.
Alcanzó por fin el pie de la colina desde la que había formado filas horas atrás, antes de saber la magnitud de lo que les esperaba. Alzó la vista hacia la cima, sintiendo cómo las pocas fuerzas que le quedaban decidían abandonarle. Un soldado le puso la mano en el hombro, captando su atención.
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Capitán, tenemos que irnos.
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Lo sé.
Subieron por la colina, en grupo, cabizbajos y apoyándose unos a otros en la pesadez de la derrota. Kailor se detuvo en la cima y, aunque sabía que no debía hacerlo, volvió la vista atrás.
Un valle lleno de muertos le recibió, toda una llanura repleta de sangre, muerte y cadáveres destinados a ser presas de aquel escenario por el resto de los tiempos. Pudo ver dragones dorados, telas escarlatas, símbolos que marcaban a aquellos que habían luchado junto a él repartidos por cualquier lugar.
Todos ellos eran sus amigos, sus hermanos, sus compañeros. Y ahora estaban muertos.
Definitivamente ya no había vuelta atrás.