Se detuvo en su habitación, observando detenidamente las paredes pintadas de un desgastado rosa y todas aquellas cajitas apiladas ordenadamente sobre el escritorio.
Se sentó en su cama y examinó el bajo de su vestido, cuyo tejido de un llamativo azul eléctrico se ajustaba perfectamente a sus curvas. Levantó levemente las piernas, estudiando sus zapatos: jamás había llevado unos tacones tan altos.
Había pasado muchísimo tiempo arreglándose, pero en realidad no le apetecía salir.
Unos tímidos golpes sonaron contra la puerta, y la cabecita rubia de su hermano asomó por la rendija. Todavía llevaba puesta la diadema con el número del nuevo año que su tía le había colocado al llegar.
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Han llamado al telefonillo. Dicen que te esperan abajo.
Le dedicó una sonrisa triste.
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Gracias, ya voy.
En el salón, los platos y las copas seguían puestos sobre la mesa, arropados por tiras de confeti. Sus padres bailaban frente a la tele, animados por la canción de una de esas aburridas galas que se emitían cada Nochevieja después de tocar las doce.
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Me voy.
Su prima fue la única que se levantó del sofá para despedirla, intentando abrazarse a sus piernas a pesar de no tener todavía los brazos lo suficientemente largos. Su madre se acercó a ella.
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Diviértete, y no bebas demasiado.
Leire sonrió, consciente de que se había forzado a emitir esa advertencia. A su madre no le gustaba prohibirle cosas de las que ella misma había disfrutado antes.
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Claro.
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No lo pienses demasiado, ¿vale? – ella le colocó un mechón de pelo detrás de la oreja, con ternura.
No respondió, limitándose a asentir. Antes de marcharse le dio un beso a su prima y se despidió de los demás con un gesto de la mano.
Abajo, parecía que la fiesta había empezado sin ella. Sus amigos reían y bailaban, bebiendo las cervezas que alguien había conseguido sacar de casa.
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¿Por qué has tardado tanto? – su mejor amiga la abrazó, con una voz más aguda de lo normal. Al separarse pudo notar la rojez en sus ojos y los discretos tambaleos que sufría al andar.
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Me he entretenido un poco, lo siento.
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Bah, no pasa nada – su amiga se volvió hacia el grupo, desperdigado por buena parte de la acera –. Chicos, nos vamos. ¡Ya estamos todos!
Mientras saludaba a los demás, Leire no pudo evitar pensar que su amiga estaba muy equivocada. Aparentemente no faltaba nadie, cierto, pero él ya no estaba en la ciudad para acudir a los planes, para verla. Y aquella ausencia pesaba más que cualquier otra cosa.
No tardaron demasiado en llegar al club, caminando todo lo rápido que podían entre tragos y bromas. Ella se esforzaba en enfundarse en su abrigo mientras trataba de escuchar la charla intranscendente de sus amigos, pero por algún motivo nada de eso parecía tener ningún sentido.
Por un gran golpe de suerte, el local no estaba lleno, o al menos no tanto como debería estar. Dentro olía a licor y a ese ambiente cerrado característico de tantas discotecas; las luces oscuras y el elevado volumen de la música la molestaron al principio, pero no tardó en acostumbrarse.
De camino a la barra pudo notar decenas de vestidos elegantes y trajes entallados, que combinaban estrafalariamente con las mismas diademas que su hermano había llevado toda la noche. La gente charlaba y bailaba, creando con su energía la mejor tarjeta de visita posible.
Normalmente, a Leire le divertía ver aquello; le fascinaba, le encantaba formar parte de ese fenómeno. Sin embargo, esa noche se sentía como la extraña que intenta detener con su presencia la corriente, sin que nadie se lo haya pedido.
Se sentó en la barra, acariciando distraída la superficie brillante. A pesar del alcohol, su amiga entendió que algo no iba bien.
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Ey – le acarició la mano, Leire alzó la mirada –. Le echas de menos, ¿verdad?
Su breve silencio quedó disimulado por la música de los altavoces.
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Sí.
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Lo siento.
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Gracias.
La chica sonrió, sorprendentemente despejada de pronto. Le alcanzó su bebida mientras que con la otra mano seguí infundiéndole ánimos.
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Nos tomamos esta y vamos a bailar, ¿vale?
Los intentos de su amiga por animarla la enternecieron.
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Claro.
Comenzó a beber, ajena a los gritos de alegría que sus amigos empezaron a emitir algunos metros más allá y después, cuando por fin logró distinguirlos, pensó que su causa seguramente no tendría importancia para ella.
Pero entonces una mano se posó sobre su hombro y, al girarse, pudo reconocer los brazos largos, el lunar en el cuello y, sobretodo, aquellos ojos azules ocultos tras gruesos mechones de pelo negro.
Se lanzó a sus brazos antes de hablar siquiera, y entonces creyó que podría llorar de felicidad.
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¿Qué haces aquí?
Él se encogió de hombros con una sonrisa, como si realmente no importara.
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Me apetecía pasarme.
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Me alegro de que lo hayas hecho.
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Yo también.
Se miraron durante unos segundos, sonriendo en silencio. Una pequeña parte de su mente fue consciente de cómo las manos del chico acariciaban su espalda.
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Ven, siéntate – se apresuró a acercar un taburete a los asientos de sus amigas –. Va a ser una gran noche.