Me agarra del cuello y comienza a apretar,
privándome de aire. Duele, me queman los pulmones, pero me obligo a intentar
respirar. Me obligo incluso cuando ya estoy muerta.
No es consciente de que me ha matado, al
menos durante un momento. Se queda mirando mi rostro, mis ojos abiertos
dirigidos inertes al techo, observándome como si creyera que soy parte de un
sueño.
Sólo cuando por fin se entera que lo que me
ha hecho se levanta de encima mía. Está a punto de hiperventilar, nunca he
visto tanto miedo en su expresión. Supongo que es irónico que se muestre tan
preocupado cuando él sigue vivo y yo ya no estoy por su culpa, pero permanezco
sentada junto a mi cuerpo mientras le observo caminar a trompicones de un lado
a otro de la habitación.
Se agacha y me sujeta las manos, pero luego
recapacita y se levanta de nuevo para ir a buscar un trapo con el que limpiármelas.
El muy idiota se cree que nadie sospechará de él si no encuentran sus huellas
en mi cuerpo, a pesar de que es mi marido. Frota con la tela todo mi cuerpo,
incluyendo la nueva marca amoratada que ha aparecido en mi cuello, sin que en
sus ojos aparezca ningún rastro de arrepentimiento. Sólo quiere librarse de mí,
de la responsabilidad por haber acabado con mi vida, le doy igual yo.
Después de deslizar el trapo por todos y
cada uno de los muebles del salón se marcha de allí, dejándome tirada junto a
la mesa de café. Me encanta esta mesa, cuando la compramos estaba deseando
poder usarla hasta ser una anciana. Es increíble cómo ocurren las cosas.
Vuelve al cabo de un rato y con cuidado me
coge en volandas, moviéndose con precaución como si creyera que de un momento a
otro mi cuerpo revivirá para rebelarse y darle unas patadas. Me encantaría
hacerlo, ojalá fuera posible, sería genial poder golpear esa cara que sólo
refleja temor.
Me lleva al garaje y me arroja en el
maletero abierto, sin preocuparse un instante por al menos tratar mis restos
con un poco de dignidad. Me siento ofendida: suponía que reaccionaría como en
las películas que siempre he visto, como dicen en las series de policías,
tratándome con cuidado y delicadeza y con lágrimas en los ojos arrepentido por
haberme matado. Ya veo que no le importo tanto.
El trayecto en coche se me hace eterno en
la oscuridad, pero cuando por fin me saca la noche que me espera en el exterior
es tan cerrada que no supone una gran diferencia. De nuevo en sus brazos, me
conduce a través del bosque hasta una zona poco transitada, junto al río, y me
tiende en la orilla de cualquier manera. Hace amago de cubrirme con las hojas,
pero parece cambiar de idea, y una última mirada de soslayo es todo lo que
obtengo de él antes de que se pierda entre los árboles.
De modo que es esto. Finalmente, así ha
acabado lo nuestro. Me siento junto a mi misma y me quedo contemplando el discurrir
del río, alguien terminará encontrándome.