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Muchas gracias, espero que os guste.
Nunca creyó que se podía vivir muriendo.
Durante toda su vida, Ruth se había sentido la mujer más afortunada del mundo: no conocía el miedo o la desdicha; nunca se había sentido débil o a punto de caer; siempre había tenido la fuerza para no rendirse, porque nunca se había sentido sola.
La fortuna de Ruth giraba en torno a Celia, su hermana, que, idéntica a ella, representaba el núcleo de su vida hasta el punto en que a veces apenas podía distinguirla de su propia persona. Ruth no estaba sola porque no era una única muchacha, era dos, y nunca pensó que aquello pudiera cambiar.
A finales del pasado invierno Celia empezó a enfermar. Al principio no quisieron darle más importancia de la habitual, ya que la joven tendía a debilitarse a menudo, pero la fiebre y el malestar no desaparecieron cuando debían.
El médico visitaba su casa cada día desde entonces, tratando de extirpar el mal que sufría su hermana, pero ni los baños ni las sanguijuelas lograban devolverle la salud.
Por el contrario, el lozano cuerpo de Celia se fue demacrando rápidamente, mientras su piel empalidecía y los vómitos y temblores la atenazaban cada vez más.
Un día, Ruth se acercó a su lecho y descubrió, con horror, que aquella chica que tanto se le había parecido en el pasado ahora se asemejaba más a la propia muerte. Le cogió la mano, Celia se despertó.
- Prométeme – Ruth no podía ocultar la desesperación en su voz, así que intentó que las lágrimas no se escaparan de sus ojos – que no te rendirás. Prométeme que te pondrás bien.
La voz de su hermana fue tan débil como su sonrisa.
- Te lo prometo.
Pero no era verdad.
El día que enterraron a Celia la tormenta asoló la aldea, pero Ruth no fue consciente de ello. Pasó aquella mañana sola y ausente, contemplando sin poder pensar las gotas de lluvia en la ventana.
Sólo vio a su hermana momentos antes de ir a darle sepultura y entonces, como si se tratara de una obvia realidad, comprendió que ella misma también había muerto junto a la muchacha.
Con el tiempo la paz regresó al hogar, pero era gris y pesarosa en vez de esperanzadora: Ruth dejó de hablar, de reír, su mirada estaba siempre ausente aunque se dirigiera a los ojos del otro. La familia se vio obligada a convivir con aquella alma en pena y, poco a poco, esa condena la destrozó. Un día, víctima de la presión, su padre recogió sus cosas y se marchó lejos.
“Ruth, por favor, no puedes seguir así” su madre le habló días después de aquello, intentando transmitirle con sus manos una calidez que ya no sentía. “Celia no querría esto, hija. Tienes que volver a vivir, a ser feliz. Haz un esfuerzo, ¿vale?”
Prometió que lo haría y por eso se encontraba allí, frente al lago. A ellas les encantaba aquel lugar de niñas.
Se aproximó lentamente a la orilla, casi sintiendo cómo la hierba la acariciaba a través de sus zapatos. Se sentó sobre la roca que había sido testigo de sus siestas bajo el sol.
El agua brillaba cristalina a la luz del día, los pájaros piaban juguetones entre las miles de flores silvestres que se mecían impulsadas por la brisa. Era un hermoso día de primavera y Ruth sonrió.
Pero entonces, como en una respuesta instantánea, el rostro de Celia apareció en su mente y toda la luz se apagó. El paisaje desapareció y se transformó en cientos de recuerdos teñidos de dolor. El vacío que sentí en su corazón la golpeó con fuerza.
Echaba mucho de menos a su hermana, se sentía terriblemente sola. Había dejado de ser dos muchachas para convertirse en apenas una.
Pero podían volver a ser dos.
Serena, se descalzó y dejó los zapatos junto a la roca para, tranquila, acercarse al agua. Apenas pudo distinguir su rostro, pero el espeso cabello moreno y los ojos azules eran visibles.
Aquel no era sólo su aspecto, también el de Celia, y pronto podría verlo de nuevo.
Se internó poco a poco en el agua, tratando de ignorar el frío que se extendía por su cuerpo; dejó que sus dedos jugaran unos segundos bajo la superficie; por un momento le llamó la atención la manera en que el vestido blanco se pegaba a su cuerpo.
Cuando hubo avanzado unos metros ni siquiera dudó, sumergió la cabeza.
Y nunca salió.
Fuera, los pájaros seguían piando a la luz del sol.
Uf, Irene, qué triste. También me ha gustado, pero la verdad es que es enormemente triste...
ResponderEliminarUn beso :)
Este ha sido triste aposta (MUAHAHAHA). Pero me alegro de que te haya gustado :)
EliminarTengo pensados algunos relatos más de esta línea, pero tengo que ponerme a ello xD
Un beso :)