Es tarde, y las nubes se imponen amenazando tormenta. Casi
todo el mundo está ya bajo techo, por la calle desierta sólo se ve a una pareja
que camina abrazada. Ríen y juegan, empujándose hacia los lados, avanzando a
trompicones, lentamente, pero no parece importarles.
Ella es la más risueña. Su vestido amarillo hondea mientras
camina, bailando alrededor de sus piernas que se mueven ágilmente, a pesar de
los altos tacones blancos a los que va subida. Lleva el pelo recogido en un
moño desordenado, liberando algunos mechones negros que rozan traviesos su
cuello. Los labios, entre los que asoman permanente sus dientes, brillan casi
tanto como sus ojos. Esta noche está preciosa.
La sonrisa de él no es tan grande, pero sus ojos muestran
tanta dulzura que ni siquiera se nota. Va muy arreglado, vestido de traje, con
la camisa blanca por dentro de los pantalones y la corbata perfectamente
anudada al cuello; no lleva puesta la americana, sin embargo, hace ya rato que
se la ha prestado a ella. A pesar de todo, no parece tener frío, se le ve muy
cómodo sin apartar la mirada de la muchacha, con el brazo rodeando sus hombros.

Entonces, todo se para. Él deja de reír, ella le mira
extrañada, pero la preocupación se esfuma en cuanto se inclina para besarla. Un
beso suave, largo, sonriente, rebosante de amor; la chaqueta resguardándoles
todavía de la lluvia y las manos del joven bajo la barbilla de ella. Es un
momento único, irrepetible, que ninguno olvidará nunca. Un instante mágico bajo
el cielo del amor.