Cuentan que hace miles de años, cuando los primeros humanos
comenzaban a habitar estas tierras por las que hoy caminamos, el mundo no
estaba completo. Existían las rocas y los bosques, el agua y el fuego, los
animales y las plantas... pero el Sol estaba sólo en el firmamento, sin una
Luna que le acompañara.
Sin ella en el cielo, las noches siempre eran oscuras, pues
las estrellas apenas eran capaces de enviar un poco de luz al mundo. A los
humanos no les importaba, claro, pues como nunca habían experimentado la
luminosidad nocturna, no la echaban en falta; pero a las estrellas les costaba
cada vez más mantener la escasa luz que despedían y un día, temiendo su
inminente desaparición, decidieron pedir ayuda.
Una noche particularmente oscura nació en una aldea una
niña, a la que llamaron Lanare. El bebé causó pronto una profunda conmoción en
el lugar. A diferencia del resto de los habitantes, gente morena de ojos y
cabello oscuros, el pelo suave de la niña eran tan pálido como su piel, y en su
rostro brillaban dos ojos grises como el humo.
Al principio el pueblo sospechó de la madre, ya que toda la
familia era idéntica a sus vecinos, pero como nunca nadie había visto a ningún
forastero remotamente parecido al bebé, su angustiada madre se libró de la
lapidación, y la vida siguió adelante.
Los años pasaron, y Lanare creció sana y fuerte, pero a
medida que avanzaba el tiempo, también se acrecentaban sus diferencias con el
resto de la gente: mientras que sus vecinos eran musculosos y anchos como
troncos, la joven poseía una figura esbelta y delicada que no era capaz de
soportar el peso que otros consideraban aceptable; ante las mentes cerradas de
la población, ella hacía gala de una mentalidad abierta, abrazando siempre
nuevas opiniones y cambios; además, a nadie le pasaba desapercibido el extraño
brillo que parecía desprenderse de su persona, y que la acompañaba allá donde
iba.
Así, Lanare creció como una extraña dentro de su aldea y su
familia. Mientras que unos sentían una extraña fascinación por ella, otros la
temían y repudiaban, pero ninguno de ellos se atrevía a dirigirle la palabra
más de lo necesario.
A la joven nunca pareció importarle, sin embargo: nunca
iniciaba una conversación, ni se esforzaba en mantenerla una vez empezada; en
sus tareas era obediente y disciplinada, pero muy silenciosa; cuando caminaba
lo hacía con la vista perdida en el horizonte, y en numerosas ocasiones sus
padres la descubrían oteando el cielo oscuro con una extraña expresión en su
rostro, como si una desconocida relación la uniera con él. Para todos resultaba
evidente que la muchacha no pertenecía a su mundo, que sólo se encontraba de
paso en él, que procedía de otro lugar, uno muy muy lejano.
Y esta evidencia se hizo mayor cuando Lanare cumplió
diecisiete años. Ese año, todos empezaron a notar que algo no iba bien: la
muchacha empezó a sufrir cambios de humor cada vez más graves, pasando de la
serenidad a la pena y la vergüenza en apenas semanas y sin motivos aparentes;
dejó de hablar definitivamente, ya ni siquiera respondía a las preguntas que se
le formulaban, y la indiferencia hacia los demás que la había caracterizado
toda su vida se transformó de pronto en una extraña curiosidad, como si fuera
un infante observando su desconocido entorno. La inquietud que su familia había
experimentado siempre ante su hija se convirtió en temor, un temor que se
transformó en terror cuando el sabio de la aldea acudió a examinarla y,
derrotado, tuvo que confesarles que no conocía ningún tratamiento para ella.
Finalmente, una tarde la madre de la niña no aguantó más y,
con lágrimas en los ojos, se sintió forzada a expulsarla de su hogar. Dicen que
entonces la joven, sorprendida y aterrorizada, recorrió las calles de la aldea
sin rumbo fijo hasta que finalmente alcanzó la plaza y se situó en el centro,
para que todos los presentes pudieran observarla. Cuentan que la luz que
parecía desprenderse siempre de su cuerpo ahora era más intensa y evidente, tan
fuerte, que muchos de ellos tuvieron que entrecerrar los ojos para no quedar
cegados.
Pero, a pesar de ello, todos pudieron ver cómo, tras
despedirse con la mano, el cuerpo de la muchacha desapareció sin hacer ruido.
En su lugar sólo se quedaron sus ropas, que habían terminado
arrugadas en el suelo de piedra. El pánico se extendió por los testigos y, más
tarde, por toda la aldea; en menos de media hora los vecinos ya corrían frenéticos
por las calles, hablando unos con otros y refiriéndose a la joven como una
bruja o incluso un fantasma. Al caer la noche, todos ellos se dirigieron a la
plaza, en cuyo centro aún descansaban las ropas abandonadas por Lanare...
extrañamente iluminadas.
Cuando levantaron la cabeza, más de un aldeano se desmayó al
ver, de repente, un enorme astro blanco que brillaba en el firmamento y que, acompañado
de las estrellas, parecía iluminar toda la tierra. Aunque no sabían qué estaba
pasando nadie dudó en afirmar, correctamente, que se trataba de su misteriosa
vecina de cabellos plateados y tez blanca, que por fin había encontrado su
hogar.
Al principio a la aldea le costó seguir con su vida, sintiéndose
vigilados y sorprendiéndose cada vez que aquella esfera de luz sustituía al
Sol. Pero, poco a poco, todo el mundo terminó acostumbrándose y se habituaron a
contar con Lanare para que iluminara sus noches cada día.
A pesar del paso del tiempo, aún podemos verla en el firmamento
cada vez que el Sol se va, apoyando a las estrellas en su tarea y observando
cómo la humanidad y el mundo avanzan, generación tras generación. Y, aunque a
veces se avergüenza y se esconde, sabemos que luego volverá a mostrase completa
y feliz, cumpliendo con su deber y acompañándonos año tras año, siglo tras
siglo.
Para siempre.