Se ha caído el Whatsapp.
¿Asustados? Lo sé, lo siento.
El otro día, 22 de Febrero, estaba tranquilamente en mi
habitación cuando se me ocurrió mirar el Whatsapp,
otra vez. ¿Y sabéis qué?
¡Mis mensajes no se enviaban!
Debo reconocer que los siguientes tres minutos me los pasé
pendiente del móvil: conecté la WiFi, la desconecté, apagué el móvil, lo
encendí, lo volví a apagar… Hice todo lo que se me ocurrió para que apareciera
un tic en mis mensajes, un solo tic y sería feliz.
Triste, ¿verdad?
Pero ahí no acaba la cosa. Me fui a caminar y, cuando volví,
quise mandarle un mensaje a mi tesoro un mensaje, pero ¡uhi!, ¡no iba el
Whatsapp! Se me ocurrió hablar con una amiga, pero… Un poco más tarde, pensé en
volver a contactar con él para mandarle una foto, qué pena que…
No sabía si era la única con la “desgracia”, y con una leve
esperanza de que se hubiera caído el sistema me metí en Twitter, donde habitan
las últimas novedades. Allí me esperaban decenas de tweets quejándose de que se
había caído Whatsapp, de que Telegram no funcionaba, de Facebook, de las
compras, de que no podían mandarse mensajes, de Internet y de mil cosas más.
Por fortuna para mucha, muchísima gente, a las once y media
de la noche todo volvió a la normalidad y los whatssaps volvieron a llover
celebrando la vuelta de la comunicación.
Ese día ya pasó hace tiempo pero, sin duda, sirvió para
reflexionar.
Por un lado el no poder mandar fotos, mensajes o comunicarme
con quién quería cuándo quería me hizo darme cuenta de la herramienta tan útil
que manejamos a diario. Whatsapp nos mantiene unidos, en constante contacto unos
con otros.
Si yo te quiero hablar, te mando un mensaje y en algún
momento (más bien pronto, dado el vicio que tenemos todo con la aplicación) tú
me responderás y sin darnos cuenta estaremos enganchados golpeando la pantalla
del móvil para mantener una conversación.
Además, no hace falta encerrarse en una habitación y “perder”
horas sin poder hacer nada porque, claro, si cuelgas cierras la conversación y
a saber cuándo podrás volver a hablar… Con la mensajería instantánea no existe
el tiempo ni el lugar. Puedes conectarte en cualquier momento y en cualquier lugar:
el trabajo, una clase, el cine… ¡todo vale!, los límites los pones tú.
Y sólo he hablado de palabras. ¿Qué pasa con todo lo que se
puede compartir?
Puedes enseñar a cualquiera lo que quieras: un paisaje, un
momento, una canción… tu voz, las bromas de tus amigos o una foto de tu pie si
te parece pueden estar circulando por la red simplemente pulsando “compartir” y
eligiendo con quién. Así de sencillo. ¿No es genial?
Sí, lo es. Por eso lo queremos tanto y por eso es tan
peligroso.
Puedes contar siempre que quieras con él y, lo que es mejor,
sabes que estará dando lo mejor de sí. Nuestro querido amigo nos tiene malacostumbrados,
muy malacostumbrados.
Tan mimados nos tiene, que en cuanto nos falla nos
desesperamos y esperamos histéricos a que vuelva a funcionar. ¡Y ni siquiera
hace falta que lo que falle sea él! Te puedes haber quedado sin batería,
haberte olvidado el móvil o necesitar el PUK porque de repente el maldito PIN
se ha esfumado de tu mente. El caso es que no podemos usarlo, y eso nos aterra.
¿Qué estará pasando? ¿Y si me ha hablado alguien y yo estoy aquí sin
contestarle? ¿Y todas las noticias que me estoy perdiendo? Nos sentimos desconectados
y aislados del mundo y eso no nos gusta, nada.
Esa desesperación por estar conectados con el mundo también nos
afecta cuando tenemos el Whatsapp a mano, y se nota. Se nota, más que nada,
porque no podemos separarnos de él. Mires donde mires ves a gente con sus móviles,
mirándolos sin parar. Quietos o caminando, en la calle o bajo techo, solos o
acompañados (lo que es peor). Si no comprobamos si hay mensajes o actualizamos
el Twitter nos sentimos como náufragos que sólo se tienen a ellos mismos,
aunque en esos momentos estemos rodeados de gente y la mitad nos esté
abrazando.
Asumámoslo, más de la mitad de la sociedad somos dependientes
del Whatsapp, el Twitter, el Facebook o el móvil en general. No nos gusta la
idea, a nadie le gusta estar atado a un triste aparato sin vida, pero es una
realidad.
Si no nos gusta, lo podemos cambiar, o al menos moderarlo.
Es difícil, pero hay gente que vive así.
¿No?