sábado, 9 de mayo de 2015

La última creyente.

El templo estaba lejos, pero eso no implicaba ningún impedimento. Con el paso del tiempo, Atenea había aprendido que adorar a sus dioses implicaba sacrificios y sufrimiento, y tener que caminar largos minutos hacia el monumento era el menor de todos ellos.
Por fin llegó hasta él. Procurando no tropezar en la cuesta que lo levantaba de los mortales – el último tramo de aquel pesado camino – alcanzó el pie del templo y se sentó a su lado, acariciando la piedra como si de un viejo amigo se tratara. Quizá no debería estar haciendo aquello, quizá la religión dictaba que era una ofensa... ¿pero qué importaba ya?
Nadie creía ya en los dioses. Nadie creía en la soberanía de Zeus, los marineros ya no temían a Poseidón cuando el mar se embravecía, las mujeres no se confiaban a Artemisa cuando traían al mundo a los frutos de su vientre, ya no se celebraba la llegada de Deméter en la primavera.
Estaba sola.
Ella siempre había creído en ellos, en cada uno de ellos. Durante toda su vida los estudió y les dedicó su devoción. Durante toda su vida acudió a los sacrificios que se celebraban; realizaba las ofrendas necesarias sin saltarse jamás ninguna; oraba a los dioses cada vez que algo disturbaba su calma, o incluso a veces sólo buscaba contactar con ellos; participaba en la medida de sus posibilidades en todas las fiestas y se las ingeniaba para siempre acudir a ver las obras teatrales dedicadas a Dionisio.
Había dedicado su vida, su espíritu, a ellos porque creía de verdad, de veras pensaba que sus amados dioses residían en el Olimpo, observando todos sus pasos y pendientes de lo que sucediera en la Tierra. Nunca lo había dudado, incluso viendo cómo la más antigua creencia griega se iba derrumbando, incluso presenciando cómo cada vez menos gente realizaba ofrendas, cómo las conversaciones sobre las deidades escaseaban cada día más, cómo, poco a poco, ella se iba convirtiendo en la última creyente.
Desde que el último resquicio de su religión se esfumó para siempre en el viento del olvido, habían pasado muchos años. Ante la presión, Aretha se había obligado a esconder sus verdaderas creencias, orando escondida entre las sombras, llorando lágrimas amargas cada vez que sentía la mirada reprobatoria de sus dioses. No podía recordar cuantas veces había soñado despierta, en cuantos momentos había deseado que todo volviera a ser como antes, que todos creyeran como ella, que todos la comprendieran.
Pero ya no le importaba.
Recostada contra la columna del templo, sintiendo cómo el frío de la piedra alcanzaba su piel, supo que le daba igual. Le daba igual estar sola, le daba igual ver cómo todos a su al rededor ignoraban a sus dioses, el hecho de tener que profesar su relación a escondidas ya no le afectaba.
Ella era la última creyente, eso era mucho más importante y grande que todos los demás.

En el horizonte, el Sol comenzó a esconderse, iluminando el ocaso el grandioso monumento, bañando su cuerpo en su luz. Cerró los ojos, sonriendo, una pequeña lágrima resbaló por su mejilla.

4 comentarios:

  1. Es muy bonito, Irene, aunque un poco deprimente. Claro que, también es verdad, es lo que ha pasado...
    Un beso :)

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  2. El título lo dice casi todo.
    Un relato que rinde culto a los dioses griegos creo. Me ha recordado cuando estudiaba cultura clásica en el instituto.
    Saludos Irene.

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    1. Sí, bueno, escoger título nunca ha sido fácil.
      Bueno, no rendía culto a nada específico. Me encantaba cultura clásica :)
      Saludos ^^

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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