Unas nubes grises cubrían el cielo, tiñendo de un triste
tono apagado cada espacio en la tierra y envolviendo la atmósfera con el olor
que presagia la tormenta. Los árboles del pequeño bosquecito situado al sur se
agitaban con la brisa fría de la mañana, un deje del invierno volvía soñador y melancólico
antes de dejar paso definitivamente a la primavera.
Lianne caminaba sin prisa, bajando por la ladera que
separaba el palacio del río que cruzaba los jardines. Dejó que su cabello, de
un descolorido dorado, bailase al viento y cerró por un momento los ojos, para sentir
cómo el frío azotaba cada rincón de piel que su largo vestido rosado no llegaba
a cubrir. Le habría gustado poder salir descalza, pero su madre no se lo había
permitido.
Le gustaba aquel ambiente, ese tiempo invernal que inspira a
los artistas a crear sus obras más profundas. Le gustaba cruzar los brazos y
sentir cómo las mangas que envolvían sus brazos le proporcionaban calor,
experimentando ese extraño placer que implica disfrutar del frío penetrante
mientras al mismo tiempo intentamos protegernos de él. Le gustaba el agua, ver
circular el río del jardín durante horas, sintiéndose en paz, deseando ser
cualquiera de esas gotas que viaja tranquila y despreocupada hasta el mar que
es su destino. Realmente le habría gustado ser agua: clara, hermosa y
necesitada.
Por fin alcanzó la orilla, y se acurrucó sobre el césped,
encogida sobre sí misma. Sí, de verdad le gustaría ser hermosa. No se consideraba
bella, nunca lo había hecho: comparada con sus amigas, de ojos intensos y
cabellos brillantes bajo la luz del sol, siempre se había visto empequeñecida,
atormentada por su melena pálida y sus ojos que, aunque de un agradable azul,
parecían opacos y herméticos al igual que el cielo encapotado, como tratando de
esconder un alma que se escapaba por las miradas de las demás jóvenes.
Sin embargo, sabía que no estaba sola. Obviamente tenia
amigas, y su familia y sus sirvientes estaban siempre a su lado; incluso, con
sus quince años, ya había conocido a algún que otro pretendiente. Pero Lianne
no podía olvidar quién era: la hija de un influyente duque, toda una figura de
la nobleza.
Y como tal, tenía mucho que podía ser utilizado: las demás
jóvenes tenían la oportunidad de mejorar su estatus gracias a su relación, y
casarse con ella significaba una ventajosa alianza. No sería la primera vez que
descubría que una amiga en realidad nunca la había querido, y que aparentaba
ser un gran apoyo mientras hablaba mal de ella cuando no podía escuchar.
Tampoco le resultaba extraña la sensación de ver cómo una dama de compañía en
principio amigable se quejaba con su tía de su carácter tímido y sus pocas
palabras. Lianne ya sabía lo que era ser traicionada, y en el fondo de su ser
temía que cualquiera pudiera hacerlo.
Si sólo supiera que era querida por ser simplemente ella...
con sus defectos y sus fallos, con todas aquellas cosas que la hacían diferente
y especial a la vez. Ojalá supiera que alguien a su alrededor la apreciaba así,
quizá se sentiría más segura, quizá no viviría permanentemente en la duda de
preguntarse quién será el próximo en traicionar, quizá pudiera brillar.
Un leve chapoteo interrumpió sus pensamientos,
sobresaltándola. Alarmada, alzó la mirada para contemplar cómo un pequeño cisne
recorría las aguas grises del río, sin molestarse en mirarla. Sonrío al verle:
aquellos animales siempre le habían recordado a su cuento favorito, El Patito Feo – de hecho, por ello su
padre había encargado poblar sus aguas con dichos especímenes años atrás – haciéndole
soñar sobre futuros acogedores y aquellos finales felices que tanto adoraba.
Siempre había pensado que su amor por aquel sencillo relato
se debía a eso, al merecido final feliz del pobre cisne, pero con el paso de
los años descubrió que aquello no era cierto: si había un motivo por el que el
cuento se había alojado en su corazón, una única razón, esa era por la vida del
cisne, por cómo había pasado de ser un animal triste y marginado por quienes no
lo entendían a ser alguien querido, cuando encontró a aquellos que le
valoraban.
Y eso mismo le ocurriría a ella, entendió de pronto. ¿Qué
más daba si, por ahora, nadie la apreciaba tal y como era?, llegaría el
momento, se prometió, en el que sería querida por ser ella misma, y no por
representar un beneficio o por pura obligación. Llegaría un momento, si no lo
había alcanzado ya, en el que pasaría de ser un patito feo a un bello cisne.
Las nubes parecían haber liberado en cierta medida el cielo,
el frío se echaba para atrás, tímido ante el sol. Lianne recogió un mechón de
su cabello tras la oreja y, sonriendo, subió por la ladera hacia el palacio.
Mientras tanto, el cisne continuó su camino. Sin inmutarse,
tan majestuoso como siempre había sido.