El sonido de la puerta al abrirse atrae las miradas de todos
los presentes en el sucio y viejo bar, aunque la mujer que entra por la puerta
un segundo después es lo que provoca que todos los hombres se queden embobados
al momento. Todos, menos uno.
Y ese, como siempre, es él.
La joven veinteañera no capta su atención más que un
segundo, y al siguiente ya ha bajado la mirada hacia al fondo de su vaso, donde
los últimos sorbos de Four Roses le observan críticos y serenos envueltos en la
calma del segundo servicio de la noche, incitándole desde la frialdad a que se
los beba por fin. No lo hará, para variar.
Un movimiento a su derecha capta su atención y se gira para
comprobar que lo que lo ha provocado es la misma chica que acababa de entrar.
Esboza una media sonrisa mientras le dedica una efímera mirada y adivina de
quien se trata, seguro que es una de esas chicas que trabajan en el cabaret de
en frente. Aunque, pensándolo bien, puede que se haya equivocado. La observa
mejor mientras el camarero escucha embelesado lo que le está pidiendo: corsé,
minifalda, kilos de maquillaje... si, ya no cabe duda.
¿Se la tiraría? la mira aún mejor. No, decididamente no, quizá
sea por la barra de labios corrida o por su cara de cansancio pero parece
estar, por decirlo de algún modo, demasiado usada.
A diferencia de lo que habría ocurrido con el resto de la
gente, a él comprobar este hecho no le da pena. Si está usada, si no puede con
el cansancio, es su problema, ella se lo ha buscado. Nunca ha entendido a esa
gente convencida de que su vida no tiene salidas y jamás ha creído a esas
chicas que van diciendo por ahí que meterse a putas fue su única opción, la
vida tiene siempre solución y seguro que en ningún caso la única y mejor
implica que viejos salidos te metan billetes por el escote mientras buscan
desesperados algo de viagra.
Y él lo sabe, sabe que a lo largo de la vida se presentan
caminos, muchos y diferentes y, aunque cualquiera que lo viera ahí sentado, en
la barra de un antro con dos tandas de wishky a sus espaldas y rodeado de
borrachuzos que son incapaces de apartar la mirada de la mujer que tiene al
lado, también sabe que ha elegido bien, porque ese es su mundo, ese es él: independiente,
diferente, alejado de lo convencional y de toda esa chusma que va siguiendo
como borregos a la gente de pasta.
Dios, como odia a esa gente.
Y que pena que venga de una familia de esas.
El móvil vibra un instante avisándole de que acaba de recibir
un mensaje, saca su viejo Motorola W218 y lo abre, es Mario otra vez recordándole
la comida de mañana, le pone de los nervios que su hermano se empeñe en mencionársela
día sí día también. Aunque le entiende, no será la primera vez que le fallara.
Pero esta vez no será así, esta vez irá, aunque Mario haya
seguido los pasos de su padre y sea un nuevo rico embutado en una casa pija en
el centro de un barrio pijo es el único familiar que le entiende, o lo intenta,
y él le quiere, a él y a sus sobrinos.
Se le ocurre mirar la hora ya que está. Son las tres de la
mañana, y la comida es a las dos. Será mejor que se marche de una vez.
Vuelve a dirigirse al fondo de su vaso para descubrir que
los restos de Four Roses siguen tentándole desde abajo, se los acaba cediéndoles
por fin el poder y deja un billete de diez en la barra sin esperar ningún tipo
de cambio.
Se levanta y, cuando pasa a su lado, echa un último vistazo
a la prostituta para reparar por primera vez en sus preciosos ojos azules que
le devuelven la mirada reflejando un cansancio que le hace pensar que el próximo
hombre que la entre le provocará una sobredosis.
Al salir por fin fuera, una agradable brisa fría le da la
bienvenida y le acompaña hasta su moto, justo al otro extremo de la calle.
Mientras la arranca, una preciosa chica de ojos verdes le clava la mirada, le
gusta, hasta que descubre el bolso de marca, las gafas Tous colgando del escote
y el IPhone 4.
Se siente cariño, cuando te alejes de la corriente,
hablamos.