No sabes lo que tienes, hasta que lo pierdes.
Yo no creía en esas cosas, nunca pensé que fueran ciertas.
Vivía sumida en la convicción de que no eran más que cuentos con los que
asustar a los niños que se portan mal, amenazándoles con futuros de pérdida y
dolor para lograr que dejaran de llorar o increpar a sus padres. Estaba
convencida de que todo era mentira.
Pero ya no.
Nija me amaba, y yo a él, pero era complicado. Nos conocimos
hace un par de años, durante una de las recepciones de mi madre. Recuerdo lo
que pensé al verle, cómo me sorprendió que un simple camarero, vestido como
todos los demás, pudiera destacar tanto ya no sólo entre el servicio, sino
entre todos los demás caballeros elegantemente vestidos del salón de baile. Era
tan frívola entonces... pero él me ayudó a cambiar.
Esa noche empezamos a hablar, aún no entiendo cómo tuvo el
valor de acercarse a mí, dada su condición, pero me hablaba en cada esquina, en
cada momento ciego en el que nadie podría reparar en nosotros. En ese momento
debería haberme callado, haberle rechazado, pero quedé prendida en sus ojos
negros, y ya no pude escapar de ellos.
Aquel día todo empezó. Al terminar la velada, conseguimos
escaparnos al jardín y nos declaramos amor eterno bajo la luz de la luna.
Supimos que sería difícil, no éramos tontos, pero decidimos intentarlo con la convicción
de quien ha encontrado al amor de su vida, y no piensa dejarlo marchar.
Fueron pasando los meses, y nuestra relación creció entre
fugas, mentiras y encuentros furtivos en medio de los servicios que obligaba a
mis padres a solicitar. Salir adelante no parecía tan complicado, al fin y al
cabo, y en nuestras mentes comenzaron a surgir planes de futuro, en los que nos
casábamos junto al acantilado para formar una familia llena de bellos niños que
llevaban sus ojos y sus labios. Ser pobre ya me daba igual, tan llena de amor y
de felicidad como estaba, convencida de que ningún lujo del mundo podría
compararse jamás con Nija. Ojalá hubiera estado tan segura como creía, nada de
esto habría sucedido.
Me pidió matrimonio una tarde de tormenta, sentados en mi
habitación. La cajita no estaba vacía, dentro se encontraba el anillo de pedida
que su padre le había regalado a su madre el día que se le declaró. No era nada
del otro mundo, un pequeño diamante engarzado en una fina línea dorada, pero me
encantó. Entre lágrimas le dije que sí, y le besé.
Jamás le había besado así, sus labios se volvieron mágicos,
hechizantes y despertaron un deseo en mi interior que se deslizó hacia todos
los lugares de mi cuerpo, reclamando su presencia. Recuerdo perfectamente cada
beso, cada suspiro, cada caricia que ardía en mi piel en un vago intento por
calmar su necesidad.
Hicimos el amor iluminados por los rayos; suspirando gemidos
acallados por el sonido de la lluvia contra la ventana; besándonos con la
locura de los fugitivos y el cariño de los enamorados; suave y tímido al
principio, apasionado después; cuando llegamos al clímax, juntos, no pudimos
hacer más que abrazarnos, contemplando la sortija que brillaba orgullosa en mi
dedo.
Ni siquiera nos dimos cuenta de que la puerta principal se
abría, no nos percatamos de los pasos que subían por las escaleras y, para
cuando mi padre abrió la puerta, continuábamos abrazados en la cama.
Entró en cólera, y cada palabra que pronunciábamos
defendiendo nuestro amor le enfurecía más. No nos pegó, a ninguno de los dos,
pero tenía un plan más frío y cruel. Antes de echar a Nija de mi habitación y
de mi hogar me dio a elegir: tenía total libertad para casarme con mi amado, y
vivir una larga vida a su lado, pero a cambio debía renunciar a todo lo que
tenía, todos mis bienes, mis posesiones, mis lujos y comodidades.
Ante la cercanía de la decisión final, toda la convicción
que había creído tener durante esos meses se desvaneció. Sin poder mirar a Nija
a los ojos, finalmente decidí renunciar a él.
Apenas puedo recordar con claridad lo que sucedió entonces,
y hoy en mi memoria sólo puedo retener la expresión de malvado placer de mi
padre al quitarme el anillo, la larga noche que pasé llorando y las últimas
palabras que Nija me dedicó.
“Te quiero, Mada, te echaré de menos”.
A la mañana siguiente, supe que se había suicidado.
Casi dos meses después, me arrodillo frente a su tumba, con
el corazón marchito y la mirada anegada de lágrimas amargas que no dejan de
brotar, recordándome que soy la única responsable de esta situación. Echándome
la culpa por mi egoísta decisión, repitiendo en mi mente mis pecados, aquellos
que trajeron el desastre.
Cómo pude ser tan tonta... jamás lo merecí, jamás fui digna
de Nija, por mucho que intentara convencerme de lo contrario, no merezco vivir.
Ante el pensamiento, algo en mi mente me devuelve a la
realidad, haciendo que note a la pequeña criatura que es mi bebé dentro de mí.
Puede que a su padre no me lo mereciera, pero lucharé por redimir mis pecados
cuidando de mi pequeña.
Es una niña, lo sé, siempre supimos que nuestro primer bebé
sería una hermosa mujercita. Y yo sé que tendrá sus ojos, y sus labios, y toda
la valentía que poseía y de la que yo carezco. Sé que será digna de su padre, y
que se llamará Weronikia, como él quería.
Es una noche de tormenta, como el día en que la concebimos,
y las primeras gotas comienzan a notarse en la lápida de mi amado, que recta e
impasible contempla el mundo sin temor, llena de orgullo y dignidad.
Recojo mi hatillo y me lo echo al hombro mientras salgo del
cementerio. Mi padre me ha echado de casa, pues no pienso renunciar a mi bebé,
pero ya no me importa. Esto es lo que debí haber hecho hace dos meses, pero
para lo que no tuve el valor; el paso que debí haber dado junto a mi verdadero
amor; la solución que habría esfumado mi pena.
Estoy sola, pero lo llevaré conmigo. Que mi llanto recuerde
su rostro, que en mi mente viva siempre él.
Te quiero, Nija, te echaré de menos.