Se acurrucó en su rincón, haciéndose un ovillo entre los dos
gruesos árboles a orillas del río, y cerró los ojos, dejándose arrullar por el
sonido del agua. Aquel lugar la había acompañado desde que era niña, y en ese
momento le recordó tiempos más inocentes, como cuando jugaba con Lucan y Meril en
el agua sin más preocupación que la de evitar que su amigo les sumergiera la
cabeza. Ojalá pudiera volver a esos momentos…
Galatea ya no era una niña, ni por asomo. Con 21 años
humanos, había dejado de ser una pequeña criatura que correteaba entre los
mayores y devoraba todas las historias que se ponían a su alcance, para
convertirse en una auténtica princesa elfa con claras posibilidades de heredar el
trono de sus padres.
Y ellos así lo habían decidido. Hacía poco más de un mes,
los reyes de Nalien presentaron públicamente su abdicación y la eligieron a
ella, de entre todos sus hijos, como la más adecuada para sucederlos. Todos
estuvieron de acuerdo, hasta sus hermanos, ya que tenían asumido y aceptado que
en el reino no se ascendía al trono por otra cosa que no fueran las cualidades
personales, y en seguida se iniciaron los trámites para su coronación. Todos
estaban seguros de que la joven haría un buen papel.
Menos ella misma.
Tenía miedo, no podía negarlo. Hasta el día del anuncio se
había visto con posibilidades de reinar pero ahora, cuando ya era una realidad,
veía en cualquiera de sus hermanos a alguien mejor que ella para la tarea: Manuor
era más fuerte, Delia le parecía mejor estratega, nunca se había percatado de
la inteligencia de Duman, ni de la presteza con la espada de Niala…
El trono era demasiado: demasiada responsabilidad, demasiada
presión, demasiado grande. Deseaba ser pequeña otra vez, una princesa elfa de
poco más de un metro de altura que podía escabullirse y salir corriendo sin
apenas problemas. Ahora no podía hacerlo, no podía huir, las normas lo
prohibían.
-
¡Galatea!
Sobresaltada, se volvió hacia la voz de Manuor. Su hermano,
alto y musculoso, la miró sorprendido, con unos ojos grises idénticos a los de
ella.
-
¿Qué haces aquí? Todo el mundo te está buscando,
tienes que ir a arreglarte, la ceremonia de coronación empezará en dos horas.
-
Lo sé, yo sólo… - dirigió la vista al río
apesadumbrada – sólo quería estar un rato a solas.
-
Escucha, sé que estás asustada, pero lo harás
bien – suspirando, su hermano la ayudó a levantarse – si papá y mamá te han
elegido será por algo, ¿no? De nosotros, tu eres la más capacitada para subir
al trono, serás una gran reina, estoy seguro. Yo creo en ti.
Galatea le miró, sonriendo. Manuor siempre había sido un
gran apoyo para ella, siempre la había apoyado y defendido, y a su lado había
encontrado un gran amigo en el que podía confiar. Además, poseía el don de
saber qué decir en cada momento exacto para sacar de la gente de alrededor lo
mejor de sí mismos. Con esa última frase, lo había vuelto a conseguir.
Cogidos de la mano, se encaminaron hacia palacio. Estaba
cerca, a apenas diez minutos, y pronto atravesaron la inmensa puerta de madera
para encontrarse en el inmenso vestíbulo, donde un montón de gente iba y venía
ultimando los detalles de la inminente ceremonia. Al pie de las escaleras
vieron a Niala, que pareció volar hacia ella.
-
¿Qué haces? ¿Dónde estabas? ¡Vamos! te están esperando con todas sus asistentas en
tus aposentos, tienes que arreglarte. ¡Mírate! ¡Ni siquiera estás vestida!
Llegaron a su habitación antes incluso de que hubiera podido
reparar en el camino que había recorrido. Allí, de pie, esperaban Rondia, una
elfa mayor y regordeta, acompañada de dos ayudantes más jóvenes y varias
pequeñas hadas que volaban todas a la misma altura.
-
Te dejo en sus manos – Niala ya estaba
arreglada, con un sedoso vestido verde y su largo cabello rubio plagado de
pequeñas luces del mismo color – me voy a seguir preparando todo, ¡ahora te
veo!
Salió y cerró la puerta tras de sí, dejándola sola con sus
criadas. Sin miramientos, con una profesionalidad digna de admirar, las elfas
le despojaron del vestido azul con el que había salido y la vistieron en su
lugar con uno morado, más elegante, decorado en la cadera y el cuello con
vistosos bordados dorados que brillaban a la luz del sol. Cuando las hadas
procedieron a embellecer su rostro y su pelo evitó mirarse al espejo, consciente
de que los nervios la desbordarían si lo hacía. Sólo cuando hubieron terminado
se dignó a presenciar el resultado final.
Estaba increíble, apenas parecía ella: con el vestido morado
su porte se antojaba regio y decidido; sus ojos grises destacaban en su rostro como pocas veces lo hacían,
enmarcados por unas pestañas más largas de lo habitual; su cabello castaño,
normalmente caído sin orden sobre sus hombros, descansaba acomodado en una
complicada trenza decorada con sobrios hilos púrpura.
-
Sé que os gustan las luces, princesa – observó Rondia
recordando los adornos que su hermana llevaba ese día en el pelo – pero hoy
debe destacar la corona.
-
Lo sé, muchas gracias por todo – ante el asombro
de las presentes, la muchacha se giró y abrazó a su sirvienta, que la había
vestido durante todos esos años. Tras una breve vacilación, la anciana sonrió y
respondió a su abrazo.
-
Estoy orgullosa de ti, pequeña.
-
Gracias.
-
Ya es la hora, debemos bajar al salón – una
pequeña hada, que acababa de salir de la sala, volvió a entrar con un deje de
histeria en la voz.
El corazón se desbocó en su pecho, pero consiguió
disimularlo. Había llegado el momento, ahora sí, y comprendió que si quería
inspirar confianza a su futuro pueblo debía aprender a disimular sus
inseguridades, empezando en ese preciso instante. Tras mirarse una vez más en
el espejo, respiró hondo y salió tras su séquito de los aposentos.
Cuando llegó al salón del trono, encontró la puerta cerrada.
Las mujeres ya habían pasado y, cuando tomaran asiento, llegaría su turno. Aún
le dio tiempo a respirar tres veces antes de que las puertas se abrieran y una
voz anunciara su llegada.
-
¡La princesa y futura reina, Galatea de Nalien!
A medida que avanzaba por el largo pasillo, sintió las
miradas de todos los que estaban allí: todo el pueblo, o al menos la gran
mayoría, habían podido acudir gracias a las dimensiones del salón; los
sirvientes y lacayos de la familia, al fondo, contemplaban la escena; por el
contrario, las familias más influyentes del reino, entre las que se encontraban
las de sus amigos, estaban en la parte delantera, sólo detrás de sus hermanos. Sin
embargo, ella no miró a nadie ni sucumbió a los susurros que escuchaba a sus
costados, su mirada permanecía impasible dirigida al frente, donde sus padres,
situados cada uno a un lado del trono, la esperaban de pie.
Al llegar a su lado buscó sus miradas: su madre, aunque lo
intentó, no pudo evitar dibujar una fugaz sonrisa; su padre no varió el gesto,
pero ella pudo apreciar el orgullo en su mirada. A una seña del rey, hincó una
rodilla y bajó la cabeza, donde su padre posó la mano.
-
¿Juras, Galatea, proteger el reino de Nalien ante
cualquier adversidad que se le presente?
-
Sí, juro.
-
¿Juras proteger a sus habitantes siempre que sea
necesario?
-
Sí, juro.
-
¿Juras servir con fidelidad y dedicación a tu
pueblo?
-
Sí, juro.
-
¿Juras hacer honor a tu cargo y defender el
trono por encima de cualquier cosa?
-
Sí, juro.
-
Así pues yo, Rodwal III de Nalien – por un
momento, el elfo separó su mano de ella – te nombro a ti Reina Galatea I, señora
de Nalien – en cuanto pronunció la frase, posó una corona dorada en la cabeza
de su hija.
Escuchó los estruendosos aplausos justo en el mismo instante
en el que sintió cómo la joya reposaba sobre ella. Estaba aturdida, pero
continuó con el ritual y se levantó mirando fijamente a sus padres con, ahora
sí, una sonrisa valiente en el rostro. Aún con ella, se volvió hacia su pueblo
y se sentó en el pesado trono plateado que, a partir de entonces, era suyo. Los
aplausos reverberaban en las paredes de piedra, multiplicándose. Recorriendo la
sala pudo ver a sus hermanos; a Meril; a Lucan, que aplaudía más que nadie con
una gran sonrisa en la cara; pudo incluso ver a Rondia, de pie al fondo, aunque
no por eso menos alegre…
-
¡Viva la reina Galatea, viva!
-
¡VIVA!
No podía creerlo, era reina, y no tenía miedo, ya no. Los
nervios y el temor se habían esfumado, dejando paso a la felicidad y al orgullo
por ese pueblo que la alababa y la quería. No tenía nada que temer, se sentía
valiente, fuerte y habilidosa, capaz de proteger y luchar por su reino, capaz
de ser la mejor reina de Nalien.
La reina Galatea de Nalien.